Veinte años después, Lucía porfiaba que ella recordaba el día que había nevado. Tenía apenas más de un año, pero insistía con que la agitación emocional de la gente que la rodeaba –padre, madre, tío, tía, abuela– la hizo despertar por primera vez al asombro del acontecimiento: eso que está pasando acá.
Diez años antes, incluso menos, recordaba haber sobreargumentado para que le creyeran su afirmación. “Me acuerdo porque desde ese momento pregunté mucho qué era un eternauta, aun sabiendo que ya no me dirían nada nuevo.” “Me acuerdo por mi asombro: no entendía cómo ese algodón, al caer, se hacía agua.” “Me acuerdo porque todos estaban atentos y felices, pero no me daban bola.” “Me acuerdo porque de pronto yo dije «nieve» queriendo decir «nieve» y todos me festejaron, pero yo no sabía preguntarles qué significaba «nieve».”
Unos años antes de cumplir los 20, alguien le dijo: “Qué importa si no te creen: si para vos es verdad, entonces es verdad”. Ella lo miró, encendida por la evidencia de que a veces hay palabras que responden más de una pregunta.
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