“Así que ya sabés...”, en fin. Podría haberme levantado, dado las gracias y partido. Pero era absurdo, inaceptable: me abducen, me encierran; me la banco; cuando me doy cuenta de que no soy estrictamente un prisionero, apenas salido de la cucha, me ponen los puntos y me advierten sobre hipotéticas nuevas dificultades; ¿y ahora yo me iría por las buenas, desconcertado pero cortés? No, ni de casualidad; y ya por la necesaria curiosidad, ya por orgullo o vanidad, decidí permanecer para conversar un rato.
–¿Quedó algo de comer, León? –pregunté, sabiendo que el comer juntos es una costumbre aun más antigua que la conversación.
Se instaló un silencio imperfecto salpicado de cotilleo. Menos León, ninguno se había dirigido a mí, pero tampoco callaban.
Recordé que hacía unas semanas había merodeado el camino hacia la playita del Puelo. En realidad había salido por compulsión sanitaria: unos kilómetros de ruta trotada, un buen volumen de aire puro, y el cielo –apenas por encima de las montañas– celeste de toda celestitud. Ya dentro del parque, bajo un sol que cuando aparece calienta, opté por el caminito de la izquierda, en cuyo inicio tenía un cartel que lógicamente decía: “A la playa”. Ya había largamente superado mi marca previa y decidí que en cualquier momento me dejaría de correr. Me animé a más, diría la propaganda, y aceleré rumbo a la costa. Cuando ya boqueaba, empecé a caminar, aunque no sé si por la falta de oxígeno en mis pulmones o porque la atmósfera misma se envició. Un olor pútrido, denso aunque distante aún, invadió mi nariz y, desde allí, todo mi cerebro.
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