Hace algún tiempo, caí en la cuenta con Malala de que nuestras amistades mayormente no tienen televisión. R. y G. no. M. no. Creo que M. tampoco. Diego la tiene conectada a la computadora, pero al parecer no la usa mucho. “Mejor para todos”, me dije, y en cierta medida lo tomé como un logro personal. Esta hipótesis es, por supuesto, una exageración egocéntrica, pero por suerte también es bastante irrelevante.
1) Por un lado, no es en el show del espectáculo donde está la big tarasca, no por lo menos en Argentina. (De hecho, está a la vista que no hay nada para ver, o que hay bien poco.) Ninguna estructura masiva se vería afectada por el apagado de tres, diez o cien mil televisores, excepto por la merma de consumidores de ciertas atrocidades sin nombre, por llamarlas de algún modo. Incluso si se apagaran todos los televisores in eternum, seguirían estando las radios, los diarios, los sitios de internet, las revistas y tantas otras formas más de tener la sartén por el mango. Además, por el reverso, podría darse el caso de mejores productos televisivos y el mundo seguir siendo el mismo desmadre organizado.
2) Por otro lado, hace unos días llegué a escuchar a un gerente hacer una encendida defensa del antitelevisionismo, en medio de una parada de boludeo –que de paso entorpeció mi trabajo de lectura– por los pasillos intercubículos. “Yo la enciendo por compañía, no me pongo a mirarla”, se defendía a medias una ayudante. “Y bueno, ¡poné música! La televisión es un aparato de ruido.” Repito: un gerente dijo esto.
De modo que considero el antitelevisionismo sólo como una técnica de la mente, no como una opción existencial ni tan siquiera ideológica. Tampoco me agradan quienes en la primera de cambio sueltan un: “Yo no miro televisión”, no sé, no me gusta el modo... (tal vez me esté volviendo esnob). Porque una frase tan tajante predispone mal y no sirve ni para proselitismo ni para pedagogía, para la que es mucho más efectivo un relato, autobiográfico y redimido, sobre por qué dejé la tele.
De modo que descarto el televisor sólo porque los tiempos sin tele me resultan más llenos, más pausados. Y por eso quien que elige mayormente el off está menos apurado, es menos ansioso, incluso, tal vez, más propenso a la charla o a la escritura. Por otro lado, quien desecha un mal no incorpora la virtud, sino que sólo accede a poder realizarla.
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