–¿Viste esos árboles quemados, esos troncos grises? –me preguntó.
–Sí, ¿por?
–Que debe haber sido un gran incendio.
Miré (pensé) unos segundos y simplemente respondí “y sí”, con esa parquedad hija de la sorpresa de quien se cree más conocedor de lo que en realidad es. Luego, en silencio, supongo que cada uno trazó sus propias hipótesis sobre el origen, la antigüedad y la magnitud de ese fuego que por sus frutos estábamos conociendo.
Quinientos metros más allá se adivinaba el lago, un bloque azul profundo cerrado al frente por montañas que caen en picada, escandidas a la marchanta por unas playitas, un pequeño delta y, finalmente y en línea recta a la ruta al lago, la zona de un muelle que él mismo, el enorme bloque azul, destruyó hasta convertir en un embarcadero tallado en la piedra. Seguimos un poco más, pero antes de llegar hasta allí doblamos a la izquierda por el camino de autos que a cierta distancia bordea la orilla.
Cuando por fin llegamos al olor, le pregunté:
–Es más bien olor a cloacas, ¿no?
–Msé... Sí, pero tiene algo como de amoníaco también o... no sé, algún otro químico.
–Yo más bien huelo a mierda, pero porái tenés razón. Igual amoníaco tiene que haber...
–Sí... pero hay algo más.
Yo, como no suelo discutir con la nariz de Malala (y en general con la de ninguna mujer), me dispuse a constatar mi impresión de la víspera: el pantanito es un procesador natural de residuos cloacales, aunque ya en trance de saturación.
–Para mí hay mucho amoníaco, del pis, de los pises de todos los comarqueños.
Malala no había terminado de repetir con palabras el desacuerdo que ya sus labios fruncidos y ladeados me habían anticipado, y ambos no habíamos terminado de asociar el ruido de pasos a nuestras espaldas con la presencia de un desconocido, cuando escuchamos una voz de mujer que decía:
–Sí, son orines, pero también es la maderera. Y algún que otro muerto, llegado el caso.
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