Mi cabeza ya era un quilombo cuando uno de los siete llegó hasta mí al trote.
–El se hace llamar León, pero no se llama así. Eso no importa: yo me hago llamar Carlos y tampoco me llamo así. Y lo mismo con Walter. Es decir, todos nuestros nombres son falsos, menos Rolando y Teodoro, porque ellos son más intelectuales y dicen que les pesa deshacerse de su nombre. Esto tampoco importa. Lo que sí: vas a necesitar ayuda y acá, en el almuerzo, tal vez la encuentres. Fuera de ese horario, no sé. Ah, y decile a la neuquina que si quiere saber algo que venga a preguntarnos a nosotros –me dejó una flautita de mortadela y queso envuelta en un somero papel y volvió como vino.
Justamente en la neuquina estaba pensando cuando Carlos apareció. Era esa voz a nuestras espaldas en el pantano del lago. Cuando Malala y yo giramos para verla, ella había continuado:
–Le están poniendo una tintura a la madera para que parezca mejor. Tal vez sea eso este olor. Hoy agarré a los chicos y me vine para acá, a ver si encuentro algo que me dé la razón. Si un día ven un líquido muy oscuro, métanlo en una bolsita y vayan a verme al negocio, la maderera de la entrada del pueblo.
¡Ay de quienes convoquen la aventura y luego le rehúyan, porque suyo será el reino de las dudas. Sé de qué hablo.
Pensando en el rencuentro con Malala después de tanto tiempo, en preguntarle por la neuquina con quien ella había conversado más que yo (“Casandra se llama”), llegué hasta la ruta y paré el colectivo.
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