(...)
–Bueno, pero por suerte vos sabés del tema... –intenté desviar la charla hacia otro tópico del que pudiera entender al menos algo.
–Msé –me respondió como diciendo: “Pero ojo que yo estoy para otra cosa...”.
–¿Sos mecánico? –pregunté tímido.
–¡Mnooo...! Ja, ja –rió mientras yo recordaba al doctor Hibbert–, conozco, pero noooh...
–...
–Yo soy autocader.
–¿? –yo sólo gesticulaba y expectante optaba por callar, como para que mi ignorancia no hiciera más difícil un mínimo entendimiento: una pregunta mal formulada puede llevar a cualquier lado, así que mejor que se explayase.
–Diseño, matemáticas, resistencia de materiales...
–Ahá, interesante, ¿no?
–Apasionante, te diría. –volvió a tomar velocidad, en la conversación–. Yo estudiaba, cuando estábamos allá todavía, con el Negro Emilio Santiago, por ahí lo conocés: es el que acostó a los de la NASA.
–¿En serio? –me sentí atraído, tanto por entrar en tópico conocido como por el sesgo de la introducción.
–Sí... El tipo se la pasó estudiando cómo hacían los rusos, cómo lanzaban una y otra vez su Soyuz, y volvían y volvían a lanzarla indemne luego de haber reingresado a la atmósfera. Ahora, enganchados en el tren del plan espacial yanqui, construyen el Kliper, que no es más que una copia barata del transbordador pero que aun así va a funcionar mejor.
–Pará, pará: estudiabas... ¿allá dónde? –me determiné establecer las referencias, ahora que parecía tener algo entre las manos, aunque sólo lo supiera porque se me estaba escurriendo entre los dedos.
–¿Allá dónde qué? ¡Ah, sí! En el Sótano.
–¿En el sótano? ¡¿Qué sótano?! –me puse firme ante la proliferación de oscuros datos.
–El Sótano, sí. Así lo llamábamos con el Negro y el Pelado Acuña. El Sótano. En Medrano. Es una sede de la UTN. Hay varias, pero allá nos reuníamos nosotros.
–¿Y el Pelado Acuña quién era? –interrumpí con ganas de ganar tiempo, antes del fatídico momento del juicio que, inevitable (lo sabía), dictaminaría entre si me estaba bolaceando o no. Faltaba la mitad del viaje y estaba decidido a llevar este tema hasta el final.
–Acuña fue uno de los que se quedó, porque bueno, eso era un gueto: ahí de verdad que no entraba nadie. ¡Bah! Los de la UBA por ahí sí, de tanto en tanto, para cuando había que revalidar. Esos sí podían, pero porque tienen la vaca atada (e incluso algunos las hacen pastar para su propio beneficio en los campos que la universidad tiene en la provincia: posta). Pero si no, no: no entraba nadie. Ahí nos reuníamos los tres, hasta que después el Negro se fue a Mendoza, por un programa de intercambio con la NASA. Así fue que aprovechó y empezó a comparar las diferencias. Y finalmente concluyó en que los rusos, nuevamente, habían sido más prácticos y que para mejorar el sistema de protección del Atlantis...
–Claro, claro –interrumpí nuevamente, en parte para hacer ver que sabía del tema y estaba atento– porque el Challenger y el otro... ¿cómo se llamaba el otro? ¿El que terminó en pedacitos desperdigados por medio Estados Unidos? El Columbia... –, en parte por el ansia de intervenir en un relato tan inesperado como interesante.
–Exacto: terminaron hechos fuego, por decirlo de algún modo. Y mientras estudiaba, el Negro se dio cuenta de que los rusos la están pifiando con Kliper, porque imita al transbordador y, con eso, compran un problema más caro que la solución. Y no sólo que se dio cuenta, sino que fue, los encaró y se lo dijo.
–¿Y qué pasó? –pregunté expectante ante la suerte del Negro.
–Ni bola le dieron.
–Uyyyy... ¡Qué pena! –me abatí.
–Para nada: lo contrató la NASA.
Ahí me reí con ganas (era previsible y asombroso a la vez), y por eso empecé a creerle. Y no sólo a creerle, sino incluso a considerar que tal vez fuera un privilegio estar en ese taxi.
–Pero ¿qué fue lo que descubrió el Negro? –insistí como para cerciorarme.
–Descubrir, en fin... Digamos que hizo un análisis perfecto. En pocas palabras: “Si vas a chocar contra una gran esfera, mejor que tu frente sea esférico. Si no, andá despacito”. Porque él no sabía muy bien cómo trabajaban los rusos, pero sabía que aterrizaban con paracaídas y que por eso reingresaban más lento que el transbordador. A partir de eso trabajó con la idea de que el ángulo de reingreso del transbordador debía ser más agudo, que era lo que se negaban a aceptar los de la NASA, que de todos modos –y sobre todo después del incidente con los rusos– decidieron que mejor era tenerlo cerca: lo contrataron, hizo los cálculos y él le optimizó el ángulo de reingreso a una nave que, digámoslo, ya es obsoleta.
–¡Me parece súper lógico! –dije asombrado, comenzando a sermonearme mentalmente contra mi indiferencia paranoica que me impide abrir el abanico de diálogo, que me impide vivir la ciudad, entender cómo funciona esto... y así siguiendo. Para colmo, en medio de mi devaneo un tanto melindroso entre las personalidades corajudas y las pusilánimes, el tachero se multiplicaba en líneas de explicaciones que me parecían bastante matemáticas, quiero decir: bastante abstrusas. Finalmente, en el semáforo de Virrey del Pino esquina Cabildo, escuché: –Entonces, el gran tema, lo que hay que entender de una vez, es que lo que importa no es lo lineal, es lo radial, ¿entendés? No te podés tirar de cabeza, no: lo mejor es entrar en espiral, porque todo esto está hecho de radios –decía con énfasis mientras sobre el tablero trazaba con un dedo un arco, de un modo... ¡tan obsesivo! (En ese empecinamiento gestual moraría el ansia inefable, la visión de eso que todavía no se conoce pero de lo que ya se tiene una prueba.) Lo veía trazando ese arco, y lo imaginaba armando, por medio de múltiples radios, su relato, de cuyo centro irreductible, en ese momento, surgían esas palabras. (Tal vez mi fascinación nacía de asignarle al tipo uno de mis propios delirios.)
Doblamos por Cabildo y durante unas cuantas cuadras hicimos silencio, modalidad negada las cuarenta precedentes. Callamos, tal vez por lo próximo del final, tal vez porque ya había estado bien y no daba para arruinar todo con frases al voleo. Sin embargo, aunque se demorara, si había un presagio en el ambiente era que ese hombre no iba a callar.
Tres cuadras antes de llegar a destino, el tipo se persignó frente a la iglesia y –tengo la maléfica manía del prejuicio– la imagen que de él tenía tambaleó. De modo que, como para conjurar el maleficio invocando su causa, me apuré a decir:
–Ah... sos católico.
–Msé... –y yo ya conocía ese tono– Me educaron así.
–...
–Pero yo no estoy de acuerdo con muchas cosas.
–¿Por ejemplo..? –acicateé, un tanto distante.
–¿Por ejemplo? El Sumo Pontífice, Santísimo Padre, no puede oponerse, quiero decir, no debería oponerse (yo no soy nadie para decir lo que tiene que hacer) a ciertas teorías que ya han sido probadas.
–Coincido –dije mientras aún me resistía a volver al anterior cauce de confianza y asombro.
–Te puedo asegurar, y mirá que yo acá siempre llevo los tres libros: la Torá, el Corán y la Biblia –me decía mientras los separaba sobre el asiento del acompañante–, que es imposible entender el origen si uno lee un solo libro. Imposible. Y Darwin, además, no estaba en contra de Dios, sino que quería saber cómo había hecho nomás. Entonces por qué ese enfrentamiento. No es así, pero en eso se dan la mano con Bush. Lo mismo con los preservativos: si nadie usa preservativos, nos vamos a morir todos de sida, empezando por las prostitutas. Lo que no significa que esté a favor de la prostitución o sea putañero, para nada (aunque te digo que con cuarenta mil prostitutas te doy vuelta este país, en serio). El miércoles pasado, justamente, llevé a un par desde Mint hasta Niceto, y yo les decía que el Unigénito no las condena sino que desea que se salven. Y una me respondió: “¿Sabés qué pasa, viejo lenteja? Pasa que cien de salame y cien de queso, ahora, valen más que todas tus escrituras”.
Ya habíamos llegado, el tipo casi estaba llorando y yo me había quedado sin palabras ni ganas de conversar. De todos modos me daba pudor bajarme inmediatamente, así que, después de recibir el vuelto, esperé a que cerrara la idea.
–Igual yo no me caliento y voy despacio, en espiral y hacia abajo (por la edad). En tres años llega el Apocalipsis (que llegará por el cielo), y ahí vemos quién se salva. Vos vas bien, porque se ve que sabés escuchar.
–Gracias, che, buenas noches y buena suerte.
–Buenas noches, y que Dios, la Virgen y el Unigénito te protejan. Se vienen tiempos duros.
Cuando bajé estaba aturdido: ya no creía en nada de todo lo que había oído, pero el viaje estuvo mejor que si no se hubiera dicho nada. El tipo estaba loco, pero igual tenía razón. En la Shell, en encargado hacía el conteo de chicles previo al cambio de turno. Hacia el fondo de la plazoleta, vi al linyera que duerme bajo la jaula de la nada mordiendo algo que había sacado de un tacho y se iba mascullando no sé qué rezongo. Por un momento sentí el impulso de ir a charlar con él.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario