En general pienso que la paranoia es un modo natural de interpretación. Y eso me sostiene la convicción de que el hecho de que yo sea paranoico no significa que a nadie le convenga joderme. Eso pienso en general. Pero, en otros momentos, la paranoia se me representa como una supina excusa, como un razonamiento exagerado que, precaviéndose de lo máximo, desiste hacer lo mínimo, por miedo no ya al poder sino a la vergüenza.
Además, odio a los médicos y todo lo que ellos... iba a decir “representan”, pero a esta altura de la cultura: ¿Quién sabe qué representan los médicos? Entonces mejor digo: odio a los médicos y todos los encuentros (¿sometimientos?) que llegue a entablar con ellos.
Finalmente: suele ser uno un negrero de sí mismo. O al menos eso me parece a mí. Por ejemplo: yo, que, para nada ajeno a este parecer que acabo de plantear, el domingo pasado comencé a considerar que ya estaba curado, que ya había tenido suficiente de esa convalecencia cuya duración reemplazó en febrero mis ya rumbeadas vacaciones norteñas. (“¡Pero es que tengo una severa lesión en el pie... ¡y además me perdí esas vacaciones!”, alegaba mi esquizo.) Quiero decir: comencé a suponer que ya era un abuso caminar por mi casa y no hacerlo en el trabajo. (“Bueno, pero todavía me duele.”, insistía mi otro yo.) Y así continué, y empecé a preguntarme, yendo por mi tercera semana de licencia, cómo iba a justificar más días de ausencia laboral. (“Mmm... Ahí no sé qué decirte”, acepté por fin resignado.) Y entonces volví.
Y lo más patético de mi vuelta al yugo fue ver la cara de sorpresa de mis compañeros, diciéndome algo así como: “¡¿Ya volviste?! ¿Por qué no te quedaste más?”, mientras yo pensaba: “Porque no me sale la complicidad con los médicos, porque no quise esgrimir la severidad de mi lesión”. Pero sólo lo pensaba, sin poder –por vergüenza– decirlo a viva voz.
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