Bueno: acabo de viajar con un tachero in-cre-í-ble.
Era ya la 1.20 de la mañana y yo seguía esperando tierno, en el yermo cruce de Beiró y Constituyentes, la llegada de un 111 que aun a esa insólita hora de miércoles me alcanzaría hasta mi casa, a la vuelta del que fuera el cumpleaños 91 de mi abuela materna.
Esperaba, luego de que la empleada de la Shell de la esquina que tan bien conozco me reconociera como paisano viejo y, después de que yo le dijera “Bien, ¿y vos?”, me respondiera: “Tirando... acá ves: enjaulada”. Mi sonrisa fue plena (“estamos todos en la misma”, pensaba) y acepté con ella su visión del asunto, mientras cerraba la reja que separa el playón de la estación de servicio y su encerrado comercio. Le pedí cigarrillos y un encendedor y pagué, sin perder ese aire de familiaridad que luego me describí como: “No sé cómo se llama ni ella sabe mi nombre, pero ella sabe que yo soy de la zona y yo sé que ella tiene una hija, probablemente ya de cuatro años”.
Decía entonces que esperaba aquel hipotético 111 y, mientras, repetía el mismo gesto de labios apretados y la cabeza que niega como diciendo “¡Qué ilusión tan descabellada!”(o: “No seas boludo, Ariel: no va a venir”). De modo tal que decidí tomarme un taxi.
“Ma sí, me tomo ese”, y paré uno detenido por el rojo del cruce.
–Vamos a Dorrego y Cabildo.
–Vamos por..?
–Los Incas-Forest-diagonal-Elcano-Ciudad de la Paz-Cabildo. A menos que tengas un camino mejor, es probable que haya uno.
–No, no, perfecto; te sigo. Eso sí, vamos despacio porque... –y comenzó a detallar los problemas de su auto mientras yo me investía como persona abierta ante la certeza de que iba a ser un viaje largo y sinuoso. Palabras más, palabras menos–: ...tengo problemas con el electrocarbuhidrato de termocompresión.
–¿Ah, sí?
–Sí sí. Parece que se partió por el calor de las criptovúlvulas, encargadas de mandar la orden a la turbina de sinergiodistribución. Ojo que ahora los empalmes se los hice yo: sólo voy al mecánico para que los suelde; y los hice con espacio, así labura mejor el motor. A todo esto, esto pasó el viernes, y yo tenía que pagar 400 pesos de impuestos. Pagué y al toque llamo a los hijos de puta de Ford, por la garantía, que me dicen que sí, que no, que vamos a ver. Así que le hice este arreglito como para poder usar el auto –no me fijé, pero sé que nunca pasamos los 40 km/h.
–Un garrón.
–Exacto: un garrón. Y, en serio, la verdad que un cartonero me podría decir: “¿Y para esto tenés un auto, tenés un taxi?”. ¡Un cartonero! ¿Entendés?
Hasta ahí, para mí, un viaje normal, con un tachero con verosímiles conocimientos mecánicos y un trabajo verdaderamente sufrido. Así que -porque además falta mucho más de la mitad del viaje- procuro no mantenerme callado y, haciendo de mi carencia su virtud, le digo:
-Bueno, pero por suerte vos sabés del tema...
(Tal vez continúe.)
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