Una de las tantas cosas que me enseñó David Viñas fue enunciada de un modo simple, comprensible y –desde ya– a contrapelo. Algo así como: “No es cierto que mi libertad termina donde empieza la ajena. Por el contrario: mi libertad recién empieza donde empiezan la de los demás”. Es la diferencia que media entre imponer una libertad y disponerse a la libertad.
Creer (y lo que es peor: actuar en consecuencia) que cada uno (ya independiente ya autónomo) es propietario de su libertad supone que toda elección (toda acción innovadora y toda persecución de un objetivo subjetivo) se manifiesta (surge y se realiza) en esferas eminentemente individuales; es decir, supone que el carácter social de la libertad es apenas hipotético y sólo se corrobora en las tangentes (pura contigüidad, nula continuidad).
Dicho enfoque es -desde ya- el mito de origen liberal. La libertad, de hecho, a gatas si existe como una invención moral, simbólica, histórica, que fue canonizada con el fin de resolver las contradicciones económicas e ideológicas en el pasaje entre el antiguo régimen de vasallaje y el emergente moderno, el de la ciudadanía capitalista.
Sin embargo, presumo sencillo convenir que nadie es Libre en sociedad (y que, estrictamente, no se Es sin Existir Socialmente). De modo que la libertad se reconoce, en el mejor de los casos, como una simbólica enunciación de principios tendiente a configurar la realidad dentro de cierto horizonte de expectativas. Pero jamás como una realidad en acto.
En tal contexto, la preceptiva sarmientina de educar al soberano estructura la política de nuestro Estado liberal al tiempo que orada su propio fundamento: en última instancia, aun aceptando que el soberano efectivamente quiera ser educado, ¿quién vendría a encargarse de la tarea? Es decir, ¿cómo podría operar la libertad individual (axioma del poder ciudadano) en un Estado pedagógico cuyos resortes y doctrina son inaccesibles a cada ciudadano?
Me arrimo entonces, a contrapelo, a la didáctica que emana de las monedas de diez pesos uruguayos, cuya ceca acuña la frase de Artigas: “Sean los orientales tan ilustrados como valientes”. Opto entonces por una pedagogía afrimada en el imperativo moral y no en el infinitivo axiomático.
Tan larguero exordio introduce un argumento tan sucinto que es casi una negación: la primera labor del docente no es develar lo desconocido sino reconocer lo que los alumnos conocen. La enseñanza no empieza donde termina el saber, sino donde empieza.
Podríamos argumentar con la analogía de tres dicotomías: educación vs. ilustración, enunciado vs. imagen, regla vs. metáfora.
En mi escueta experiencia pedagógica en un contexto de encierro, con un objetivo que fue desde el vamos propiciar la lectura y la escritura, elegí como tema el mito. Comencé caracterizándolo: su oralidad, su normatividad cultural, sus variaciones, su función religiosa (en sentido amplio). Les leí a los alumnos la versión de Wikipedia del mito de Crono, editada por mí y cotejada con Pierre Grimal. Es decir, empecé por impartir reglas, educar enunciando. Y si bien estos contenidos no resultaron del todo desconocidos para los chicos ni generaron en ellos un rechazo ante lo extraño, sino más bien lo contrario, no di con el resquicio para promover lecturas o escrituras. Lo que sí: obtuve comentarios que daban cuenta de saberes previos y preguntas específicas sobre incógnitas parciales.
Me fue mucho mejor cuando ilustré la temática con imágenes. En una ocasión, fueron las variadas escrituras que transformaron los jeroglíficos y las cuñas hasta dar con el alfabeto griego. En otra, cuando hice circular las pinturas de Rubens y Goya de “Saturno devorándose a sus hijos”. En ambos casos la forma, la imagen (ya letrada ya pictórica), ejerció un influjo que motivó a esos adolescentes a apropiarse los elementos para producir con ellos algo novedoso según mis previsiones.
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Toda educación se identifica en su parte sarmientina, axiomática, curricular. Esta identidad, sin embargo, no debe ser ajena al coraje de la ilustración, la humilde enseñanza que lo único que sabe es que, finalmente, su eficacia no consiste en imponer nuevos conocimientos sino disponerlos para potenciar los conocimientos previos.
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