La transformación más evidente que se dio con la implementación de los programas de enseñanza en contextos de encierro fue una significativa disminución de la violencia entre internos.
Tal vez para aquellos que fuimos formateados por el progresismo ilustrado, ese resultado nos parezca entre obvio, nimio y pedorro; de modo que, tal vez, muchos lo consideren un beneficio colateral de la educación, ya que el principal objetivo de dicho proceso no sería tanto la conformación de una comunidad como la difusión del Saber, la configuración de futuros trabajadores.
Entonces, constatar que la eficacia educativa contempla el amansamiento del hombre, es decir, recordar que la acción pedagógica civiliza, tal vez les (nos) parezca a muchos casi una trivialidad. Sin embargo, es menester recuperar, machacar, repetir una certeza irrefutable, una verdad de Perogrullo que para colmo ha sido acallada hasta el olvido: sin comunidad no hay saber.
El análisis complementario (la demostración del silogismo) consiste en ponderar relevancias: ¿qué es más trascendente: que los individuos accedan a conocimientos disciplinarios –matemáticos, lingüísticos, históricos, biológicos– o que se integren a la comunidad en que dichos conocimientos circulan? ¿Que se agencien saberes particulares o que compartan valores comunes? Nuevamente, llegamos al mismo resultado: ambos objetivos debe perseguir la acción pedagógica, pero si esta fracasa en la socialización de los valores deprecia todo éxito en la apropiación de contenidos curriculares, apropiación que se torna azarosa y contingente, es decir, inútil.
Hasta aquí, el juicio ideológico, conceptual, del proceso universal de escolarización. Más trascendente me resulta el análisis político, material de las experiencias particulares, en este caso, en contextos de encierro.
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Toda política debe juzgarse por sus resultados. Y más allá de las descripciones voluntariosas del encierro en tanto dispositivo para la reinserción armónica de los díscolos –los delincuentes– en la sociedad, es sabido que dicha reinserción no es más que la quimera idealista con que se legitima la privación de la libertad, cuya finalidad operativa se entiende mejor como castigo de los individuos y reaseguro de la legislación social.
Freud supo proferir un gran aforismo, cuya grandeza radica en la crítica y la delimitación de las esferas de la praxis. Afirmó Segismundo: “Hay tres actividades imposibles: gobernar, educar y psicoanalizar”. “Imposibles” porque carecen de protocolo, porque su método es siempre provisorio, convencional, porque su experiencia necesariamente debe ser contrastada con la realidad material de sus consecuencias.
En tren de jergas, podríamos afirmar que el imperativo categórico –el denominador común éticamente deseable– de toda acción gubernamental, educativa o psicoanalítica es el empoderamiento de las personas, la meta a la que arriban los sujetos que reconocen en sí un poder antes inaccesible o ignorado.
En tal sentido, es innegable que el programa de educación en contextos de encierro tiene mucho camino por recorrer, mucho por mejorar; pero esto es tan cierto como que, a poco de empezar a recorrerlo, reporta beneficios evidentes, por ejemplo, institucionalizar espacios signados no tanto por la coacción y el castigo, como por la persuasión y la solidaridad.
Por otra parte, y cerrando juicio dialéctico entre lo conceptual y lo material, dicho programa no es más que la indentificación de una necesidad y la observancia de un derecho universal: todo niño tiene derecho a la educación.
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Coda. Coincido plenamente con Estelares cuando cantan: “La esperanza es una invención moral, es la única defensa ante la verdad, que es siniestra y fatal (...) Lo único real es tu libertad, pero es tan fugaz”. Ante cualquier duda, confrontar lo citado con
este texto, escrito por César G., quien conoció el encierro de varios institutos y que, en el camino,
experimentó el poder de la palabra y otras tantas cosas que registró en compañía de
otros chicos en su misma condición.