Cinco minutos después, mientras pensaba sobre el inodoro, vi venir a mi carcelero. Abrió una reja, corrió un pasador, operó un par de cerrojos y, no sin antes mirar por el vidrio para cerciorarse de que yo estuviera lejos, abrió la puerta del calabozo y entró. Miró con aire de dominio, constató que yo siguiera en la misma posición (cómo me iba a mover) y al instante apartó la vista. Cerró veloz la puerta. Caminó hacia la mesa y, con decisión, apiló unos platos sucios y ordenó libros y papeles. Después, estiró un poco la cama. Ya casi se estaba yendo cuando me apuré a hablarle:
–Disculpe.
–¿Querés papel?
–¿Eh? ¡Ah! No... –me turbé un poco antes de largarme a hablar–. No, quiero hablar con usted.
–¿Y?
–Si podría darse vuelta un rato para que yo me limpie a discreción. No voy a hacer ninguna locura.
–Bueno.
Terminé de arreglarme mientras esbozaba un plan de diálogo. Era la primera vez que le hacía un reclamo a ese tipo. Lo miré de soslayo. Era joven y de suaves facciones. Empecé entonces –cortés, negociador– por recordar lo que me había dicho
–A mí me dijeron...
–¿Quién te dijo?– me preguntó con un apuro que no era altanero.
–El anterior... carcelero.
–¿Tu anterior carcelero? –moduló ya con desconcierto.
–No importa quién –aproveché lo que creí una flaqueza–. Ahora ya no importa. Yo me tengo que ir y quiero saber cuál es el procedimiento.
El tipo me miró, apartó su vista, pensó. Finalmente, resignado, aunque no sin algo de curiosidad, me hizo la única pregunta que pudo emitir:
–¿Estás en pedo o sos boludo de verdad?
Fue duro el contraataque. La pregunta no me daba opción, no al menos una que fuera cierta y digna al mismo tiempo. Induje a lo loco, un par de versos, y cuando el desánimo me hizo sospechar que tal vez ya no pudiera responder nunca más con veraz dignidad, cuando estuve a punto de responder “no sé, decime vos”, él se dio media vuelta y se fue. Las puertas las dejó abiertas.