30 octubre 2006

Libertad de empresa / Libertad de prensa

Los llamados “réclames” abrían el camino: por tales se entendía una noticia, al parecer independiente del editor, pero en realidad pagada por él, con la cual en la sección de redacción se hacía referencia a un libro para el que en el mismo número o en el de la víspera se reservaba un anuncio. Ya en 1839 se quejaba Sainte-Beuve de su efectos desmoralizadores. “¿Cómo se puede condenar en una “sección crítica” un engendro sobre el que dos pulgadas más abajo leemos que se trata de una maravillosa obra de nuestra época? La fuerza de atracción de las grandes letras del anuncio, por cierto cada vez más grandes, lleva la delantera; representa una mole imantada que trastorna la brújula”. Los “réclames” están en el inicio de un desarrollo cuyo final es la noticia de bolsa en los diarios pagadas por los interesados. Es difícil escribir la historia de la información por separado de la de la corrupción de la prensa.

"El París del Segundo Imperio en Baudelaire", Walter Benjamin, 1938.

25 octubre 2006

Yo recuerdo

Que Chrystian Colombo, jefe de Gabinete de De la Rúa, no sólo fue ejecutivo del Banco Macro sino también el principal “operador político” (¡ay de los eufemismos, cuando son fruto del desconocimiento!) de un gobierno caracterizado para siempre por dos fugas: una presidencial en helicóptero y otra de capitales vía clearing clandestino.
Hoy, cada vez que termina el primero o segundo bloque de Montecristo, aparece la propaganda de dicho banco, ahora con proyección nacional, luego de agenciarse de las bancas estatales de Misiones, Jujuy y Salta.
Son todos narcos, y de los malos.

23 octubre 2006

Declarado

Se puede decir que ha comenzado oficialmente la temporada de mosquitos, cucarachas, helados, musculosas, minifaldas y hormonas por el aire.
Habrá que pertrecharse.

19 octubre 2006

El principio esperanza

No pasa mucho, más bien lo contrario, pero pasar pasa. Pasa que a veces me topo con alguien mayor -mayor que yo-, pongamos que quince años más, y si bien percibo su espalda algo arqueada, le veo la pelada, cierto tinte a cigarrillo en la piel, las ojeras... queda imperturbable ante mi vista que en su mirada se sostiene el brillo luciferino, el asombro latente, las arrugas de la sonrisa lúcida; esos rasgos tan queridos, tan deseados, que siempre me tranquilizan como una voz que me dice: “Tranquilo, Ariel, todavía hay tiempo”.
Para quienes estén en ese rango de edad, para quienes sean de mi rango (el que piensa intermitente en el rango aquel) y también para quienes sean algo más jóvenes pero ya se inquietan ante lo fatal de ciertas fechas, vaya este pasaje escrito en medio de la catástrofe (1938-1947) y que, al menos a mí, me alegró este largo fin de semana pasado.

“La juventud, en el buen sentido de la palabra, cree tener alas y que todo lo justo y cierto espera su llegada tempestuosa, va a ser conformado por ella o, al menos, va a ser liberado por ella. Con la pubertad comienza el misterio de la mujer, el misterio de la vida, el misterio de la ciencia. ¡Cuántos estantes inexcrutados no ve rebrillar ante sus ojos la juventud lectora! La época en flor está repleta de amaneceres hacia adelante, que consisten, en más de la mitad, en situaciones todavía sin consecuencia. En la juventud, entre los 25 y los 30 años, estas situaciones se hallan, sin duda, amenazadas. Lo que, sin embargo, se ha conservado de juventud hasta entonces, se conserva para siempre en toda persona que no se ha contagiado de la podredumbre del ayer y se le ha entregado, y se conserva ante la vista como algo cálido, lúcido o, por lo menos, consolador.”, Ernst Bloch, El principio esperanza, 1947.

18 octubre 2006

Miseria (des)informativa

Cuando ayer me refería a la farsa, pensaba en dos cosas. Una, claro, la más obvia: en Ezeiza, 1973, se cagaron a tiros dos grandes facciones del peronismo (si bien la derecha tenía una mejor ferretería), disputándose la hegemonía estatal, el control cabal del gobierno; mientras que ayer, en cambio, fueron dos facciones luchando por un botín mucho menor (no tengo ni idea qué disputaban ayer, pero estoy seguro de que tiene muchísimo menos peso que el Ministerio de Bienestar Social de los 70).
La otra farsa es la del periodismo televisivo, si me disculpan el oxímoron. Por ejemplo, Telenoche, que gracias su eximio cameraman se deleitó pasando mil veces la secuencia de los tiros. Lo que casi no mostraron es a quién disparaban ni investigaron por qué lo hacían. Y no es que no hubiera pistas del porqué; por el contrario, se dijo –y parece confirmarse– que fue un enfrentamiento entre fuerzas de choque sindicales. Sin embargo, la consabida pregunta “¿Qué pasó?” quedó tapada por una sarta de generalizaciones como “Los argentinos somos…” (llenar con cualquier pelotudez).
Para completar, hoy apareció una nota de Julio Blanck, capo de Clarín, de la que destaco dos cosas. A): “Esa imagen del peor peronismo es la que revivió con la batalla campal de ayer en San Vicente”. El peor peronismo es el que se llena la boca con el estado de bienestar mientras, por ejemplo, la mitad de los chicos tienen hambre. B) “Ayer se demostró una vez más que premiar, apañar o adular a los violentos es comprarse una hipoteca explosiva.” A mí me parece obvio que, sea Menem, sea De la Rúa, sea Duhalde, sea Kirchner, los violentos son los que tienen la sartén por el mango, a quienes desde hace décadas Clarín en general y Blanck en particular (fue él quien decidió no publicar las fotos de los asesinatos de Kosteki y Santillán) vienen apañando y adulando sin descaro. Y más que comprarse una hipoteca, con eso se agenciaron de Papel Prensa y pesificaron sus deudas: un negocio redondo.
Violencia es mentir con un monopolio informativo. Al lado de eso, agarrarse a tiros en San Vicente es una actitud noble.

17 octubre 2006

esa mujer

El coronel elogia mi puntualidad:
Es puntual como los alemanes -dice.
O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
He leído sus cosas propone. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es una forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sopechan que podría ocurrírseme.
Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El coronel sabe dónde está.
Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Figari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
Él bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
Esos papeles dice.
Lo miro.
Esa mujer, coronel.
Sonríe.
Todo se encadena filosofa.
A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos, habla de la bomba.
La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
¿Mucho daño? pregunto. Me importa un carajo.
Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años dice.
El coronel bebe con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra su mujer con dos pocillos de café.
Contale vos, Negra.
Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
La pobre quedó muy afectada explica el coronel. Pero a usted no le importa esto.
¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El coronel se ríe.
La fantasía popular dice. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
Cuénteme cualquier chiste dice.
Pienso. No se me ocurre.
Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de sedán, a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
¿Y esto?
La tumba de Tutankamón dice el coronel. Lord Carnavon. Basura.
El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
¿Qué más? dice, haciendo tintinear el hielo en su vaso.
Le pegó un tiro una madrugada.
La confundió con un ladrón sonríe el coronel. Esas cosas ocurren.
Pero el capitán N...
Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo cuando se pone en pedo.
¿Y usted, coronel?
Lo mío es distinto dice. Me la tienen jurada.
Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
Me gustaría.
Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
Ojalá dependa de mí, coronel.
Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
Mire.
A la pastora le falta un bracito.
Derby dice. Doscientos años.
La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que yo quería hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
¿Qué querían hacer?
Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuánta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
Y orinarle encima.
Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! digo levantando el vaso.
No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan: azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
Esa mujer lo oigo murmurar. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
El coronel bebe. Es duro.
Desnuda dcie. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd el coronel se pasa la mano por la frente, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas. Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
... se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire el coronel se mira los nudillos, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
No.
Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
Vuelve a servirse un whisky.
Pero esa mujer estaba desnuda dice, argumenta contra un invisible contradictor. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente se ríe.
Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese cómo se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
¿Pobre gente?
Sí, pobre gente. El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior. Yo también soy argentino.
Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
Ah, bueno dice.
¿La vieron así?
Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más remota encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
Para mí no es nada dice el coronel. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia; el 39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
¿Se impresionaron?
Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿esto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo". Después me agradeció.
Miro la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, al ciudad, el mundo. "Beba".
Beba dice el coronel.
Bebo.
¿Me escucha?
Lo escucho.
Le cortamos un dedo.
¿Era necesario?
El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
Tantito así. Para identificarla.
¿No sabían quién era?
Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
Sabíamos, sí. Las cosas tiene que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
Comprendo.
La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
¿Y?
Era ella. Esa mujer era ella.
¿Muy cambiada?
No, no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
¿El profesor R.?
Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
En algún lugar de la casa suena, remota, etrecortadamente, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto está ahí, su voz amarga, inconquistable:
¿Enciendo?
No.
Teléfono.
Deciles que no estoy.
Desaparece.
Es para putearme explica el coronel. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
Ganas de joder digo alegremente.
Cambié tres veces el número de teléfono. Pero siempre lo averiguan.
¿Qué le dicen?
Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
Llueve dice su voz extraña.
Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
Llueve día por medio dice el coronel. ¡La enterré parada como Facundo, porque era un macho!
Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
No me haga caso dice, se sienta. Estoy borracho.
Y largamente llueve en su memoria.
Me paro, le toco el hombro.
¿Eh? dice. ¿Eh? dice.
Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
¿La sacaron del país?
Sí.
¿La sacó usted?
Sí.
¿Cuántas personas saben?
Dos.
¿El Viejo sabe?
Se ríe.
Cree que sabe.
¿Dónde?
No contesta.
Hay que escribirlo, publicarlo.
Sí. Algún día.
Parece cansado, remoto.
¡Ahora! me exaspero. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
Cuando llegue el momento... usted será el primero...
No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
Se ríe.
¿Dónde, coronel, dónde?
Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza, como una revelación:
Es mía dice simplemente. Esa mujer es mía.


Rodolfo Walsh, 1963

La farsa (Ezeiza-San Vicente)

¿Se acuerdan eso de "la historia se da primero como tragedia y luego se repite como farsa"? Bueno, parece que en este caso es cierto.

12 octubre 2006

Harto recomendable

Hoy estuve indagando sobre la verdadera identidad de Papipo (tengo una sospecha, pero soy una tumba), ideólogo, mentor y escriba del más que recomendable delmedio.blogspot, gloria de la crítica de los medios, avivador de giles (doy fe) y acérrimo enemigo de Jorge Fontevecchia, en quien yo no había reparado (porque entre tantos soberanos soretes, éste se me hacía un soretito) pero que ahora me parece la más grande mentira del periodismo. Seguramente estoy siendo injusto con algunos, pero no podés confundir a José María Aznar con Pedro Aznar en una contratapa. Como dicen: como muestra basta un botón.

10 octubre 2006

Haciendo de la carencia virtud

Acabo de pasar unos días obsesionado por seguir hablando de la propaganda, por encontrar el modo de exponer que la función de pregonar mercancías es sólo una parte del asunto que está enmarcada en otra más general y característica: la de imponer una justificación del status quo.

Con tal fin, transcribí toda la propaganda de Personal (“que la comunicación no nos incomunique”) pensando en las cínicas paradojas que sostienen las propagandas “con mensaje”, esas que, como portavoces de un sistema amoral, cacarean valores morales. Pero después de cada intento debía reconocer que o bien me faltaba el talento para dicho análisis o bien estaba confundiendo el camino.

Y si bien esas dudas pueden serme eternas, hoy pude suspenderlas por un rato. Concluí en que dicha propaganda encuentra la fuente de su ignominia no tanto en su contenido como en la relación que establece con su contexto. Porque: ¿justo ahora, justo ahora que el sistema de mensaje de textos se muestra como una estafa (se dan demoras de horas entre el envío y la recepción), justo ahora que por ello queda en evidencia la falta de inversión de las telefónicas, justo ahora se ponen moralistas y dicen que no hay que usar tanto el celular?

06 octubre 2006

Actitud Buenos Aires II

Explíquenme: ¿por qué el subte B tiene los vagones llenos de flores y pasa por Lavalle donde la baranda a cloaca te voltea?

05 octubre 2006

Las dos vanidosas razones (de un día aciago)

Lo reconozco: soy una persona vanidosa (“soberbio”, me espetó alguien alguna vez). Ahora bien, parafraseando: ¡quién que es no es vanidoso! Pero bueno, en parte por eso me comí un día aciago, por eso... por eso y por creer obstinadamente en el valor del capricho (siempre hay que tener dos razones). En tal virtud, sólo diré que: a) la casi perfecta indiferencia que generaron mis dos últimos posts, en cruce con b) la intención de cernirme a los radicales lineamientos explicitados en el post del 19 de septiembre, me llevan a buscar otras dos razones de mi aciago día. Por ejemplo:
1) La propaganda de Jumbo sobre la semana alemana (una aberración de la mente con que se insta a comer como un bruto salchicha con chucrut) me recuerda dos prejuicios que tengo por pilares: a) el capitalismo tiende a destruir al Estado, pero lo necesita como el campeón al sparring o al retador (así que Tony Negri y “su imperio sin imperialismo” me la chupan desde la Luna). b) Siendo que lo mejor que tienen para ofrecerme es que coma como un troglodita salchichas con chucrut, no me queda más remedio que pensar que efectivamente el que se come lo del nacionalismo es porque tiene boca de esclavo.
2) Después del día de mierda que para mí representó el miércoles 4, vi y disfruté del capítulo de Montecristo, la primera sostenida intervención televisiva en tratar el tema del terrorismo (no hace falta aclarar “de Estado”, porque todo terrorismo siempre es de Estado: no hace falta aclarar la distinción entre el miedo y el terror). Un gran capítulo, porque: a) reconoció ser una “novela K” (es decir, auspiciada por la Rosada), ya que al encadenamiento de pícaras coincidencias que se vienen dando entre la trama de la novela y la política gubernamental de derechos humanos, se le agregó la aparición –un día después de puesta en vigencia la ley que tiende a erradicar al fumador de la vida pública– de un desubicado abogado de pobres y ausentes que dice vencido sobre el cigarrillo: “Esta es mi condena”; b) me alentó la esperanza, aunque más no sea por unos minutos, de que los dinosaurios finalmente habrán de desaparecer. (Y porque María Onetto la rompe de lo bien actúa.)

(Otras dos razones posibles para pensar que tuve un día de mierda: a) que a la mañana el clima estaba bueno pero después se fue al carajo; b) que esperaba un día tranquilo en el laburo pero laburé hasta pasadas las ocho.)

04 octubre 2006

03 octubre 2006

¡Más Ricardito que nunca!

Pocas veces en la vida te muestran algo tan revelador como el Ricardito... Hay un antes y un después de haber saboreado esta tan particular golosina. Pero también pocas veces te decepciona algo tan noble como dicho tentempié. Sin miedo de las represalias de los tiranos que gobiernan este blog! al que suscribo, digo y fundamento: Me tuve que comer un Ricardito vacío, sí, sí, con muy poco contenido...
Pero mi indignación no viene de que hoy el fabricante (yo creo que sale de una fábrica al mejor estilo Willy Wonka, léase Wilson Wonka, por lo uruguayo, ¿vió?) se equivocó y llenó de menos mi postre, se origina en que inmediatamente pensé en los Ricarditos que vienen...
Los dejo con una cita: "Primero se llevaron el Terrabusi, no dije nada me quedaba el Suchard. Después se llevaron el Suchard, a mí no me importo, todavía había Melba. Más tardemente (diría Malala) se llevaron las Melba... Me callé... Están golpeado la puerta... ¿Vendrán por Ricardito?"