por HUGO SALAS
“El primer efecto de no creer en Dios es que se cree en cualquier cosa”. En numerosas oportunidades, este epigrama ha sido llamado a explicar el fenómeno editorial de la autoayuda: esos libritos rápidos vendrían a suplir funciones que en otro tiempo desempeñaba la religión (dar sentido a la vida y aliviar la angustia del creyente/lector). Curiosamente, en los últimos tiempos la dinámica parece haber dado una vuelta completa y hoy la autoayuda ha terminado por incluir al propio Dios entre esas muchas cosas cualesquiera en que nos propone creer.
Desde ya, cabe establecer distinciones. Mientras que Ari Paluch constituye un estertor de la autoayuda “orientalista occidentalizada” (budismo, meditación trascendental y yoga para empresarios, con guiño cristiano) tan en boga en los 90, el matrimonio Stamateas ha decidido encarar el asunto por el otro lado: no hacer autoayuda con religión, sino establecer un culto religioso basado en la autoayuda (a partir de modelos como la brasileña Iglesia de Dios, mejor conocida por su eslógan “pare de sufrir”). Como atestiguan el espectacular crecimiento del Ministerio Presencia de Dios y su paralelo éxito editorial, el puente tendido es sólido. Allí donde la autoayuda puso el axioma “tú puedes” (llegándolo a convertir en el basamento de la más que discutible “psicología positiva”), estos jóvenes profesionales encantadores, mucho más digeribles que el carismático, pero indudablemente popular, pastor Giménez, se limitan a decir “con Dios, tú puedes” (reduciendo a esa singular entidad que se supone el centro y basamento de la religión a mero complemento de circunstancias).
De hecho, en la última elaboración editorial de Bernardo, Gente tóxica (seguida de sus previsibles clones: Emociones tóxicas y Autoboicot. Cuando el tóxico es uno mismo), Dios aparece poco y nada, ampliando el campo de lectores/consumidores también al escéptico religioso. La Biblia, en sus más que modestas apariciones, es leída con el mismo criterio con que se lee a los numerosos gurúes de la autoayuda; de hecho, aparece entre la bibliografía como un libro más, lugar que dudosamente ocuparía en otro tipo de trabajo devocional. Más que la paz espiritual o la redención, el (profano) interés de estos libros es monotemáticamente el éxito, entendido como consecución de “el sueño”, que por otra parte no parece tener connotación espiritual alguna (salvo la de aparecer disfrazado como “nuestra misión en la tierra”), para lo que conviene deshacerse de toda esa “gente tóxica” que uno tiene a su alrededor.
El entrecruzamiento, sin embargo, no se restringe únicamente a la psicología pedestre. En la misma línea, pero en otro sentido, cabe situar al rabino Sergio Bergman, conocido por sus asiduas participaciones televisivas, que en los libros Manifiesto Cívico Argentino y Argentina Ciudadana. Con textos bíblicos, emprende el complejo programa de extender lo espiritual-religioso al ámbito de la política... con los procedimientos textuales de la autoayuda. En el último de ellos, por ejemplo, haciendo de las tripas de la hermenéutica gadameriana corazón de una cuanto menos curiosa lectura alegórica, Bergman comenta los cinco libros que componen el Pentateuco o Torá haciendo de cada uno de sus incidentes, metáforas de aplicación libre a la realidad política argentina. Así, el paraíso perdido trae a colación el viejo tópico de la prodigalidad físico-geográfica de la nación argentina y los Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob una lectura otra vez romántica de los próceres argentinos como padres fundadores, con un furor de asimilación que de momentos pone al texto en aprietos teológicos, como el pasaje en que el maná, pan con miel caído del cielo, se convierte en figura del asistencialismo. Entusiasmado por las posibilidades ciertamente infinitas del pensamiento amalgama, la importancia conferida a la cuantificación censal en Números/Bamibdar se convierte en un palo muy poco sutil al Indec, preocupación que debe haber calado muy hondo en el corazón de Moisés.
Más allá del chiste, es interesante señalar el punto, ya que el respetable patriarca, en los libros mencionados, una y otra vez oculta celosamente al pueblo que guía por el desierto determinadas piezas de información. Tales momentos, sin embargo, quedan fuera del comentario de Bergman, ratificando su familiaridad con la autoayuda: en ambos casos, discursos signados por el patente voluntarismo (a modo de ejemplo en Bergman: “La opresión no es un invento de ciertos regímenes políticos, se origina en la propia conducta individual cuando uno mismo oprime o redime a las personas con quienes convive”), se legitiman a partir del lugar residual o no que ocupa en esta sociedad lo religioso, amén de nutrirse de una noción simplista de lo religioso como algo bueno en sí, desprovisto de polémica, carente de toda fuente de angustia y desbrozado de sus cuantiosas aristas violentas. De hecho, resulta fascinante ver cómo Bergman se las ve en figuritas para seguir el texto mítico fundacional de la nación judía desde la lectura que lo convierte en el mito fundacional del actual Estado de Israel, todo ello traspasado a la Argentina, limando sus puntos oscuros, sus exaltaciones nacionalistas e incluso raciales.
Ahora bien, a diferencia de los casos anteriores, el de Bergman reclama mayor atención y vigilancia, en tanto se ha convertido en un referente del discurso político progresista argentino. De hecho, ratificando el pacto y la alianza, su último libro sale al mercado con la bendición (en forma de prólogo) ni más ni menos que de Bergoglio, confesor de figuras políticas como Michetti, Telerman y Carrió, certificando la compatibilidad del libro con la grey católica y cristiana en general. El entusiasmo de Monseñor es tal que no sólo apoya el libro por su necesidad histórica o social presente, sino que llega al exabrupto de aseverar que “la elaboración tipológica del autor es teológicamente rigurosa y seria”.
Lo que sorprende en un ensayo que busca cierta repercusión en el campo de la teoría política, al menos una teoría para la acción inmediata, es la falta de lecturas del campo específico. En esto, resulta menos serio que Stamateas, que por lo menos parece haber leído con fruición bastante autoayuda. Sólo así es posible entender, por ejemplo, que Bergman afirme: “Del mismo modo en que, en la religión, se celebra lo sagrado como un acto de conciencia, de igual forma una religión cívica debe conseguir –por medio de una nueva cultura ciudadana– que todo lo relacionado con el ser-argentino y con el ser-Nación tenga una significación especial que, en cierto modo, lo haga sagrado”. Ciertamente, la sacralización de la política por medio del culto a la nación ha ocupado un lugar central en los programas nacionalistas esbozados a partir de la Revolución Francesa, pero lo que nadie mínimamente interesado en el tema podría ignorar (viéndose, cuanto menos, en la obligación de un comentario) es que este anhelo y propósito no ha encontrado en la historia un cumplimiento tan efectivo y absoluto como en la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler. En este tipo de errores imperdonables, más allá de las ulteriores consideraciones que merezca una teoría política basada en el voluntarismo ciudadano, queda expuesto el peligro y la familiaridad con la autoayuda “mágica” de un programa (fomentado no sólo por Bergman) que pretende combatir la emocionalidad de la tradición peronista no con el discurso racional y laico que debería sentar las bases de un debate prolífico, sino con otro discurso igualmente emocional y carismático: el religioso, atravesado –por si fuera poco– por una rancia herencia nacionalista.
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