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(En el 2000 frecuenté mucho el verde marco de la Facultad de Agronomía, al menos lo que aún quedaba sin alambrar. Me iba allí a estudiar al sol, o a la sombra, según. También pasaba mucho en bicicleta, rumbo a mi facultad. De modo que pude conocer algo de su cultura, encapsulada por una institución ecológicamente aislada de la población que la rodea. Así fue que me asombré tanto por el excelente estado de los edificios como por los grandes carteles (más institucionales que publicitarios) de empresas clave del rubro, cuyos nombres ahora no recuerdo, pero que seguro siguen ahí prosperando. Más grabados me quedaron dos graffiti: “Shuberoff ladrón: la Agronomía es parque público” y “La inocencia no mata al pueblo, pero tampoco lo salva”.)
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Retomando:


En el segundo caso, la estrategia fue más ladina aun. Prohibida por la legislación mexicana la explotación agropecuaria de productos transgénicos, la empresa encontró en el NAFTA el artilugio pertinente: la exportación a México de baratísimas semillas de maíz modificado, que aunque no podían plantarse sí podían caerse aquí y allá, echar raíces y, tarde o temprano, hibridar las especies autóctonas hasta generar mutaciones aberrantes. Por descubrir el juego del monopolio –a partir de la simple observación de las mentadas deformidades–, un agrónomo se vio sometido a una campaña de injurias y falsedades sostenida por no pocos prominentes integrantes de la comunidad académica globalizada, empleados más o menos permanentes de las empresas líderes de la brutal movida planetaria.
En Paraguay se dio un caso similar: en 2005, el gobierno paraguayo revocó la prohibición de la soja transgénica alegando que lo hacía para blanquear una situación preexistente y en expansión, con lo que renovó el perjuicio para las comunidades rurales.
En Iowa y Anniston –en los mismísimos States– recurrieron, respectivamente, al clásico apriete mafioso a agricultores para hacerlos esclavos de los productos del monopolio y a la contaminación masiva para hacer uno de esos productos. Total, y vayan como botones de muestra, unos de sus directivos fue Donald Rumsfeld y la legislación fue hecha a medida por otro ex empleado y democráticamente votada por el Congreso en tiempos de Clinton (creo que 1995).
En Argentina pudieron prescindir de buena parte de estas acciones cuasimafiosas (desde ya que no de la usurpación de las tierras comunales, ni de la tala y la fumigación a mansalva), porque fue por ley que se les hizo aquí el campo orégano a los transgénicos. En 1997 (creo), este país fue el primero de la región (el segundo o cuarto del mundo) en legalizar tan pingüe y ominosa industria, una agricultura de escala, sin agricultores y, en buena medida, sin alimento humano: desde la vaca loca, la soja se convirtió en el forraje de cabecera de los ganaderos; otros cultivos se destinan a los biocombustibles; lo que queda son las miguitas del pan nuestro de cada día, a seis pesos el kilo.
En Europa no se consiguen transgénicos, están prohibidos.
(De este documental también me enteré bloguenado: en los diarios no hablaban de él. Por otro lado, la 125, mal o bien, le ponía un techo a la expansión. Ponele que mal. Pero viendo esto, el descarnado futuro me invadió como un vacío en el estómago.)
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