05 septiembre 2008

La vida y el forraje (El mundo según Monsanto)

Ver El mundo según Monsanto y recordar intermitentemente las conversaciones con Rodrigo –acerca de la decadencia práctica del sistema científico en su conjunto: su norma, su función y su valor– fue todo uno. También recordaba la conversación impulsada, humeante locro mediante, por su cocinero, que se despachó no sólo con que era seropositivo sino también con que había zafado de los tenebrosos protocoleros. (Dícese “protocolero” al médico –a veces eminente y reputado– que promueve la incorporación de pacientes en protocolos de investigación, que mientras promete locuaz un milagro inminente calla que algunos recibirán placebos, tributo incontrastable del imperio del método científico: el grupo de control. Ampliaremos.)
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(En el 2000 frecuenté mucho el verde marco de la Facultad de Agronomía, al menos lo que aún quedaba sin alambrar. Me iba allí a estudiar al sol, o a la sombra, según. También pasaba mucho en bicicleta, rumbo a mi facultad. De modo que pude conocer algo de su cultura, encapsulada por una institución ecológicamente aislada de la población que la rodea. Así fue que me asombré tanto por el excelente estado de los edificios como por los grandes carteles (más institucionales que publicitarios) de empresas clave del rubro, cuyos nombres ahora no recuerdo, pero que seguro siguen ahí prosperando. Más grabados me quedaron dos graffiti: “Shuberoff ladrón: la Agronomía es parque público” y “La inocencia no mata al pueblo, pero tampoco lo salva”.)
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Retomando:
Las palabras de una militante india son sabias. Más o menos, dice que en la India hubo dos “revoluciones verdes”: la tecnificación estructural de la agricultura impulsada por el Estado hace unas décadas y la desencadenada por Monsanto en las milenarias plantaciones de algodón (del que la India es el tercer productor mundial). La primera revolución, hegemonizada por el Estado, si bien solapando los beneficios económicos del polo agroquímico, expandió la producción de alimentos y, consiguientemente, mejoró la vida de los indios. La segunda, por el contrario, persigue únicamente las ganancias empresariales y la consecuente monopolización agropecuaria.
Por lo demás, tanto la India como Oaxaca (México) sufren la hibridación perniciosa de sus cultivos autóctonos. En el primer caso, producto de una suerte de caballo de Troya: la introducción masiva de algodón transgénico, iniciada por la promesa de rindes que lloverían como maná, pero que terminó apestando las especies locales y, de paso, disparó las ventas de agroquímicos varios. El suicidio viene siendo una de las soluciones más frecuentadas por los agricultores indios. Otra, menos usual, es la revuelta campesina, como en 2006.
En el segundo caso, la estrategia fue más ladina aun. Prohibida por la legislación mexicana la explotación agropecuaria de productos transgénicos, la empresa encontró en el NAFTA el artilugio pertinente: la exportación a México de baratísimas semillas de maíz modificado, que aunque no podían plantarse sí podían caerse aquí y allá, echar raíces y, tarde o temprano, hibridar las especies autóctonas hasta generar mutaciones aberrantes. Por descubrir el juego del monopolio –a partir de la simple observación de las mentadas deformidades–, un agrónomo se vio sometido a una campaña de injurias y falsedades sostenida por no pocos prominentes integrantes de la comunidad académica globalizada, empleados más o menos permanentes de las empresas líderes de la brutal movida planetaria.
En Paraguay se dio un caso similar: en 2005, el gobierno paraguayo revocó la prohibición de la soja transgénica alegando que lo hacía para blanquear una situación preexistente y en expansión, con lo que renovó el perjuicio para las comunidades rurales.
En Iowa y Anniston –en los mismísimos States– recurrieron, respectivamente, al clásico apriete mafioso a agricultores para hacerlos esclavos de los productos del monopolio y a la contaminación masiva para hacer uno de esos productos. Total, y vayan como botones de muestra, unos de sus directivos fue Donald Rumsfeld y la legislación fue hecha a medida por otro ex empleado y democráticamente votada por el Congreso en tiempos de Clinton (creo que 1995).
En Argentina pudieron prescindir de buena parte de estas acciones cuasimafiosas (desde ya que no de la usurpación de las tierras comunales, ni de la tala y la fumigación a mansalva), porque fue por ley que se les hizo aquí el campo orégano a los transgénicos. En 1997 (creo), este país fue el primero de la región (el segundo o cuarto del mundo) en legalizar tan pingüe y ominosa industria, una agricultura de escala, sin agricultores y, en buena medida, sin alimento humano: desde la vaca loca, la soja se convirtió en el forraje de cabecera de los ganaderos; otros cultivos se destinan a los biocombustibles; lo que queda son las miguitas del pan nuestro de cada día, a seis pesos el kilo.
En Europa no se consiguen transgénicos, están prohibidos.

(De este documental también me enteré bloguenado: en los diarios no hablaban de él. Por otro lado, la 125, mal o bien, le ponía un techo a la expansión. Ponele que mal. Pero viendo esto, el descarnado futuro me invadió como un vacío en el estómago.)

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