08 agosto 2008

Desvaríos (a palazos) sobre el estado de excepción

A mediados del 89 y de mi secundario, en alguna hora muerta, leía algo así como un chiste ramplón y autocomplaciente en una fotocopia manoseada. (Hoy sería un mail spameado... o un post, o un comentario.)
Del chiste –montado sobre una estadística sotreta que desagregaba, de a miles y de a millones, a los integrantes de categorías como presos, inválidos, desocupados, menores, jubilados, amas de casa–, resultaba que los únicos que realmente trabajábamos en este país éramos el autor y yo –yo en tanto lector, esa vez, de ese texto–.
Acaso haya ladeado una sonrisa, fruto del rencor ante su gracia acotada al tiempo de la lectura –y no sin antes representar a todos los demás como enemigos íntimos–. O, acaso, fruto del hastío ante las reacciones retóricas no tanto de la exclusión como del ansia de lucro.
El hecho es que hoy, de mera volea y ya que vuelve a mí, recupero aquella fotocopia como un corcoveo del medio pelo contra espuelas que desangran mejor las ijadas de otros matungos, peor nutridos.
El hecho es que hoy ese chiste se me hace un ritual contra el estado de excepción:
“...en el nuevo milenio, hasta las democracias representativas más avanzadas están afectadas por una crisis originada en el vaciamiento del Estado-nación (...) que chamusca aquel poco consenso recogido hasta ayer, y perpetúa el 'estado de excepción' analizado por Giorgio Agamben, reactualizando el homo sacer".
Porque:
“Es el trabajador la expresión del moderno homo sacer en la sociedad regida por la lógica del capital. Su vida desnuda queda en entredicho desde el momento mismo en que se ve obligado a poner a disposición del capital no sólo su fuerza de trabajo sino su cuerpo viviente.”

Hoy, en plena vida paria, no sé cuál sería la alianza que integraría en sí tanto la necesidad como la potencia de la transformación política. Justamente hoy, cuando ni siquiera un trabajador en blanco ve asegurada su pertencia a la polis.
Tal vez lo logren ellos, junto con sus guardias republicanos, que –con con salarios de al menos tres lucas y la función de disgregar movilizaciones– terminen, como en un desquiciado delirio de Tom Sawyer, rescatándonos a todos del estado de excepción.
A palazos, desde ya.

El chiste, de acá.

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