Supuse que el partido contra México sería más fácil, que tres goles aventajarían a la Selección Argentina. Obviamente no fue así. No fue el partido soñado, pero ha servido. Primero para demostrar que el mexicano es un fútbol caótico, que puede perder con Túnez y ganarle a Brasil. Segundo, lo que más me interesa: aquellos que hablaban de lo pecho frío que sería Riquelme deberán llamarse a silencio. Fue el peor partido de la Selección, y el peor de Riquelme en este Mundial; para él, básicamente porque no cumplió con el axioma que mejor lo define: no pierde una sola pelota en todo el partido. Ayer perdió varias. Sin embargo: a) metió un pase gol (para gol en contra, pero gol al fin); b) metió un par de estiletazos más que con un poco mejor puntería hubieran terminado adentro; c) metió, metió y metió: gran movilidad, recuperaciones y también encaradas que con anterioridad en este Mundial no se habían visto de él.
Todo esto me lleva a reforzar la idea que viene rondando por mi cabeza: si Riquelme jugó estos partidos en un nivel de entre ocho y seis puntos, con Alemania –la primera gran parada de Argentina–, vamos a encontrarnos con el Román de los Boca-River (¿se acuerdan del caño que le hizo a Yepes? ¿y de los goles de tiro libre?), de los Boca-Real Madrid (¿se acuerdan de esas asistencias a Palermo?, de los Argentina-Brasil en juveniles. Es decir, con el Román superlativo.
Él no se cree este circo del que tantos viven, inclusive él. Pero cree en las nuevas situaciones, las nuevas experiencias, en esos momentos en que la vida se abre hacia otro lugar. Recuerdo uno de esos momentos en que él mismo dio otro paso: debía patear un penal contra River, pero para él era el momento precedente al de convertirse en héroe. Metió el gol (después de errar el penal y de desbocarse hacia el cabezazo goleador que aprovecharía el rebote) y, raro en él, no lo festejó con sus compañeros, sino que fue directamente hacia el centro del campo. Así, se plantó –después de un salto– de cara al palco presidencial e inauguró el famoso festejo Topo Gigio, que en realidad significaba "Escuchá, escuchá gil de goma, garca, escuchá qué dice el pueblo". Obviamente, el pueblo gritaba, a rabiar: "Riqueeeelme, Riqueeeelme". Él también festejó rabioso. Había dado el paso, se había abierto: el perro se reconocía como tal, pero ya no el perro ladero, sino el rabioso, el que, en la puerta misma de la jaula, se agita ladrando, mostrando los dientes, ante el desconcierto del perrero (en este caso, el pelotudo de Macri, aclaro para que no se pierda la referencia).
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