Son las ocho de la mañana y tuve un día difícil y largo, muy largo: ya llevo 21 horas despierto, y no termino de decidir si no me pude dormir por la tensión que pasaré a describir o por los efectos de una miel con coca que la verdad es un golazo.
La tensión.
Desde hace una semana, en las redacciones hay un malestar incesante respecto del tema sueldos y carga laboral: no aumentan los salarios pero sí las tareas, es decir, no tenemos ni tiempo ni plata.
Ayer pareció tomar trascendencia –aunque sotto voce– el hecho de que una revista de las que hacemos salió con un error en la portada. Alto garrón. En principio, recordar cuál fue el momento en que me tildé de tal modo, ya que soy uno de los correctores. Después, enterarme de que no fui yo el que corrigió esa tapa. Luego, tomar dimensión del asunto y darme cuenta de que un error en tapa no es un problema sólo para un corrector sino también para redactores, editores, secretarios de redacción y, por qué no, director editorial. Es decir, el organigrama casi en pleno cae en la volteada.
Ayer me reuní con Mariela, amiga mía e hija de un abogado que necesita un asesoramiento lingüístico para un juicio por la sucesión de unas cinco mil hectáreas (es decir, cuanto menos, cinco millones de dólares). Me dijo que cobrara lo que me pareciera, pero que actuara rápido. Además, me deslizó la posibilidad de que haya una veta para explotar en el ramo de los peritajes lingüísticos.
Así que cuando a eso de las tres me quise dormir, no me fue posible porque fui infiriendo que aquel error, que todavía parecía pasar soslayado, en realidad era ya la causa de que ayer se reuniera la plana mayor de la empresa: desde el dueño hasta el secretario general de redacciones, pasando por el gerente general y los encargados de negocios. Tal vez estuviera exagerando con mis inferencias, pero cómo saberlo. Y más: cómo no temer lo peor cuando tal vez deba prepararme para eso, cuando tal vez deba prepararme en general, para todo.
Así que, ante la imposibilidad de incorporar nuevos datos al respecto hasta que hoy vuelva al trabajo, decidí bosquejar el glorioso y nunca bien ponderado plan B. Me levanté, me vestí y abordé el tema de ese chúcaro testamento sucesorio. Di vueltas al asunto, di vueltas un poco más, y finalmente llegué a una argumentación que si bien no es inapelable, al menos permitirá ganar un poco de tiempo y una posición aventajada en el pleito.
Entonces, satisfecho con mí mismo, volví a la cama creyendo que, más apaciguado por hacer menos acuciante cualquier problema que surja en la redacción, podría dormir como un bebé.
Pero no: todavía soy un insomne y además ya no soy un inocente. Y tal vez sea esa evidencia la que me hace sentirme más vivo que en mucho, mucho tiempo. Este presente –este faltar dos horas para que los acontecimientos sigan su curso, y yo con ellos– por un tris no es el futuro.
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