Mientras caminaba por los pasillos del subte, anoche, algo me hizo pensar en otros pasillos: los de los shoppings, esos que usan los empleados de gastronomía o de limpieza, esos que unen todos los puestos de comidas por la trastienda. Son pasillos que nunca recorrí, pero que no me cuesta nada imaginar como otros –que tampoco recorrí pero me fueron referidos–, los pasillos de circulación interna de algún hotel céntrico.
Tras puertas que casi conservan la isotopía estilística del no lugar de que se trate, el cartel que reza “privado” o “personal only” esconde un espacio bastante más horrible que aquel que es de circulación del “cliente”: poca luz y nunca natural, nada de aire acondicionado o calefacción, escaleras angostas con pasamanos de lata, ascensores de servicio pequeñitos o gigantes dependiendo de si llevan sólo empleados o empleados con carritos. Como suele ocurrir, porque ciertas instalaciones se estructuran como al sistema conviene, el espacio se hace cargo de las diferencias sociales a las que acaso estemos acostumbrados: el teatro de guardar tras bambalinas “las cosas feas de ver” porque, claro, así son más baratas. Nada que difiera demasiado de esconder el polvo debajo de la alfombra.
Y pensaba en esto por contraste con otros pasillos, que sí conozco: los de circulación interna de los consultorios de un hospital. Allí las cosas son al revés, social y espacialmente al revés. Mientras acaso los mismos empleados de esos shoppings u hoteles se apiñan en los pasillos a la espera de ser atendidos, los médicos (también acaso los mismos clientes de esos shoppings y hoteles) circulan por pasillos bien iluminados y acondicionados, se toman un cafecito recién hecho en una máquina que hay para eso o, directamente, se fugan de la consulta por la otra puerta para tomarse el cafecito en bar.
03 mayo 2006
La gente detrás de las paredes
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