En riguroso blanco sobre negro, el primer párrafo cierne un misterio: “La madrugada del 8 de noviembre de 1930, el abogado parisino Gèrard Fleury salió en busca de la luz adecuada para completar una filmación paisajística en torno al lago de Le Thuit. Ese mismo día falleció en circunstancias aún no esclarecidas.”
Tren de sombras (José Luis Guerin, 1997) se presenta como la restauración de la que fue la última película de este abogado, una filmación casera deteriorada por siete décadas de humedad.
El presunto peso del misterio de la muerte de Fleury va cediendo ante las imágenes de la familia que pasea por el jardín, los chicos que juegan con y en el agua, las doncellas que se hamacan, los grandes que practican tenis, paseos en bote y demás escenas que eventualmente dejan ver los estragos de la humedad en imágenes del todo experimentales, fruto del azar de los elementos sobre el material.
Las escenas familiares, para las que todos posan, se alternan con tomas íntimas acaso casuales que terminan mostrando más de aquello que resulta explícito.
Guerin reconstruye sembrando como contrapunto, al menos, otras dos miradas: el interior de la mansión, vacía en la actualidad pero llena de luces, sombras, recuerdos y fantasmas que iluminan ese pasado; y un casi obsesivo recorrido de las propias miradas de los personajes de esa familia, tal cual han sido captadas por la filmación original.
Finalmente, ocurre algo mágico: el recorrido desnuda secretos ocultos, acaso más intrigantes que aquello que haya causado la muerte del abogado. ¿Quién es la joven privilegiada en muchas de las tomas? ¿Cuánto deseo puede encerrar un par de ojos? ¿Qué se conversa en esos paseos por el jardín? ¿Qué hay en el fuera de campo interpelado por las miradas de los personajes?
Hay más, pero no tengo las palabras para explicar cómo fui abducida por esta muda película experimental. Y si las tuviera no estaría del todo segura de usarlas, porque temo profanar lo indecible del cine.
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