–¿Te perdiste, pibe? –me dijo de pronto uno, y yo no supe si agradecer el cumplido con mundano (y fingido) dominio de la situación o, por el contrario, golpearme los talones contra la nuca en un escape hacia ninguna parte. Apenas dominada la primera confusión del miedo, recordé que no tenía alternativa.
–No, salí a caminar. Soy un... un interno –respondí al voleo las palabras menos autoincriminatorias que se me ocurrieron.
–¿¡Así!? ¡“Interno” le dicen ahora! No deja de sorprenderme –acotó con la mirada vuelta hacia su gente– cómo se imponen nuevos nombres para viejas situaciones. Vení –volvió a dirigirse a mí–, comete algo antes de irte.
Me acerqué buscando un lugar en la zona alrededor del fuego. Caminé lento y decidido, y no por coraje sino por ausencia de miedo, por ausencia, en realidad, de cualquier sentimiento racionalizable. En cualquier caso, prefería tener mi primera conversación con siete trabajadores pobres que con dos muñecos de traje. ¿Prejuicio? Tal vez. “Elección de vida” tiene mejor imagen, pero me resulta un poco complaciente.
El tipo retomó:
–Antes el dueño de todo esto se instalaba todos los días en esa enorme habitación que está enfrente de la tuya –oculté el asombro porque conociera mi ubicación–; ahora la ocupa el ceo, eventualmente también algunos gerentes. Para muchos no hay diferencia en quién la ocupe, pero no es así –masticó las últimas hojas verdes que quedaban en su plato y completó su presentación–: espero que tu desconcierto y tu orgullo no te impidan tomar a bien mi verborrea, mi tonito sabiondo. Pero lo cierto es que vos decidiste escarparte y que es mi deber ponerte en aviso.
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