11 junio 2007

De vez en cuando la vida...

Sábado 9. Termino de comer mi almuerzo con hongos y salgo a ver The Host.
Termina la película y Malala me dice (sí, ella estaba a mi lado): “Es muy, muy triste... y está bien”. Asiento como en trance.
Salimos del Arteplex y nos pusimos a fumar. Vimos pasar un negro en musculosa. “¡Qué negro loco con este frío! –le digo–; mejor volvamos en subte.”
Para viajar en subte, tenemos que esperar que las cajeras vendan coca, chocolate, alguna barrita de cereal, y recién después, ahí sí, te venden los míseros viajes que uno necesita. En el subte, ya dentro de un vagón, una propaganda de LeShop –nombre conspicuamente tilingo si los hay– dice: “Hacer las compras no te deja hacer nada” (ver una película y salir a correr son los ejemplos). Me siento extranjero: no es ni el laburo, ni sus viajes, ni un sueldo ajustado a lo que a ellos les conviene y a lo que necesitamos nosotros. Me sorprenden la relativa ausencia de locos de remate y el previsible éxito de la estupidez como herramienta de supervivencia. Hacerse el boludo, esperar el milagro... astucias de la razón.
De pronto, oigo a uno que habla fuerte. Miro de reojo. Habla como dirigiéndose a otro sentado enfrente. Dice: “¡No...! Si es una vergüenza. Vos pagás y viajás, yo no pago y viajo igual. Igual me tuve que escapar del patovica de la guitarra, por eso me vine para acá. Acá igual es un desastre, todo sucio, es preferible pagar ochenta centavos y viajar en bondi. Una porquería. Y los sábados tarda un poco más. ¿Ves que no arranca? No, no arranca. Cinco minutos. Diez minutos. Te demoran. Después sí, después arranca, pero ¿para qué?”. Se calló un poco. El subte seguía detenido y un pasajero fue a otro vagón con un diario bajo el brazo. El loco lo interpeló: “¿Y? ¿Qué dice Diario Popular? Yo tengo La Razón acá. Bah, era de uno que se bajó. Allá en el Centro no te dan la razón, te dicen que no. Acá es un barrio mejor, ni hablar, menos gente, claro. Les digo: no vayan al Centro, al pedo... Igual no importa. Son una porquería los diarios, ya no son lo que eran: mucho partidito, mucha pelotita, que hace frío, que hay niebla y ya está. No tiene nada más el diario.”
Malala se me acercó y cuchicheó: “Estaría bueno hacerse el loco cada tanto, ¿no?”. Sonreí: estaba pensando en lo mismo. En un momento me decidí y miré hacia donde estaba el supuesto loco. Sentado a sus anchas, cruzada y extendida la pierna derecha sobre la izquierda, comentaba la vida. En la estación José Hernández se acercó un yuppie de anteojos rectangulares de marco de acero, con un reciente afeitado de anteayer, un sobretodo negro y cara de cuidarse en las comidas, las bebidas y el sexo. El loco amaga una sonrisa, se tapa la boca con la mano derecha y –como Manuk, el hombre que nunca reía– le pregunta al yuppie: “¿Acá arriba hay un Farmacity, no?”.
Yo ya no podía para de reír. En eso comenzó a oírse una música. El loco alzó la mirada y divisó al de la guitarra. Acto seguido, fue hasta la puerta y se bajó.
Un grande de verdad. Bah, un sobreviviente.

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