Termina la película y
Salimos del Arteplex y nos pusimos a fumar. Vimos pasar un negro en musculosa. “¡Qué negro loco con este frío! –le digo–; mejor volvamos en subte.”
Para viajar en subte, tenemos que esperar que las cajeras vendan coca, chocolate, alguna barrita de cereal, y recién después, ahí sí, te venden los míseros viajes que uno necesita. En el subte, ya dentro de un vagón, una propaganda de LeShop –nombre conspicuamente tilingo si los hay– dice: “Hacer las compras no te deja hacer nada” (ver una película y salir a correr son los ejemplos). Me siento extranjero: no es ni el laburo, ni sus viajes, ni un sueldo ajustado a lo que a ellos les conviene y a lo que necesitamos nosotros. Me sorprenden la relativa ausencia de locos de remate y el previsible éxito de la estupidez como herramienta de supervivencia. Hacerse el boludo, esperar el milagro... astucias de la razón.
De pronto, oigo a uno que habla fuerte. Miro de reojo. Habla como dirigiéndose a otro sentado enfrente. Dice: “¡No...! Si es una vergüenza. Vos pagás y viajás, yo no pago y viajo igual. Igual me tuve que escapar del patovica de la guitarra, por eso me vine para acá. Acá igual es un desastre, todo sucio, es preferible pagar ochenta centavos y viajar en bondi. Una porquería. Y los sábados tarda un poco más. ¿Ves que no arranca? No, no arranca. Cinco minutos. Diez minutos. Te demoran. Después sí, después arranca, pero ¿para qué?”. Se calló un poco. El subte seguía detenido y un pasajero fue a otro vagón con un diario bajo el brazo. El loco lo interpeló: “¿Y? ¿Qué dice Diario Popular? Yo tengo
Yo ya no podía para de reír. En eso comenzó a oírse una música. El loco alzó la mirada y divisó al de la guitarra. Acto seguido, fue hasta la puerta y se bajó.
Un grande de verdad. Bah, un sobreviviente.
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