19 octubre 2006

El principio esperanza

No pasa mucho, más bien lo contrario, pero pasar pasa. Pasa que a veces me topo con alguien mayor -mayor que yo-, pongamos que quince años más, y si bien percibo su espalda algo arqueada, le veo la pelada, cierto tinte a cigarrillo en la piel, las ojeras... queda imperturbable ante mi vista que en su mirada se sostiene el brillo luciferino, el asombro latente, las arrugas de la sonrisa lúcida; esos rasgos tan queridos, tan deseados, que siempre me tranquilizan como una voz que me dice: “Tranquilo, Ariel, todavía hay tiempo”.
Para quienes estén en ese rango de edad, para quienes sean de mi rango (el que piensa intermitente en el rango aquel) y también para quienes sean algo más jóvenes pero ya se inquietan ante lo fatal de ciertas fechas, vaya este pasaje escrito en medio de la catástrofe (1938-1947) y que, al menos a mí, me alegró este largo fin de semana pasado.

“La juventud, en el buen sentido de la palabra, cree tener alas y que todo lo justo y cierto espera su llegada tempestuosa, va a ser conformado por ella o, al menos, va a ser liberado por ella. Con la pubertad comienza el misterio de la mujer, el misterio de la vida, el misterio de la ciencia. ¡Cuántos estantes inexcrutados no ve rebrillar ante sus ojos la juventud lectora! La época en flor está repleta de amaneceres hacia adelante, que consisten, en más de la mitad, en situaciones todavía sin consecuencia. En la juventud, entre los 25 y los 30 años, estas situaciones se hallan, sin duda, amenazadas. Lo que, sin embargo, se ha conservado de juventud hasta entonces, se conserva para siempre en toda persona que no se ha contagiado de la podredumbre del ayer y se le ha entregado, y se conserva ante la vista como algo cálido, lúcido o, por lo menos, consolador.”, Ernst Bloch, El principio esperanza, 1947.

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