Me quedaba una tarea pendiente: completar el panorama de Caseros –en la cárcel–, aquello que no tuvo que cabida en la reseña por distintos motivos que no vienen al caso, pero que podrían reconocerse en lo siguiente.
En un momento se me ocurrió poner que era una película demasiado peronista, pero pensándolo mejor desistí, porque el gorilismo no representa para mí una opción feliz, y menos en determinados contextos de producción gorilista. La línea argumental hubiera sido: este documental adolece de costumbrismo peronista. (Otro de los motivos por los que no fue abordado dicho argumento fue que no encontraba discurso con que sostenerlo.)
Sin embargo, persisten impresiones.
Por ejemplo, la visión retrospectiva genera en Caseros cierto tono de “canto a la vida”, que no por entenderlo –la verdad, el único buen destino que puede tener esa cárcel es su demolición– deja de molestarme. En última instancia, las cárceles siguen estando, aunque no sea esa. Lo mismo que las condiciones de represión: el urbanismo, la desocupación y el empobrecimiento se han integrado con más intensidad que nunca a la tarea de salvaguardar los mismos intereses de siempre y, así, han alivianado un poco la faena de las policías varias, que no por ello dejan de operar y responder a, digamos, sus mandos naturales. (Debo decir lo que me agobia: la coherencia del enemigo abona mi resentimiento.) Y, una vez generado dicho tono –si no festivo, al menos reconciliatorio con la realidad–, me resulta difícil no adjudicárselo al carácter de varios de sus protagonistas, a su condición de dirigentes sobrevivientes, reenganchados en los aparatos del Estado. En tal sentido, el mejor momento de la película es el siguiente: hacia el final, cada uno de los ex detenidos da cuenta de cuáles son sus actuales ocupaciones; entonces una larga serie de respuestas iniciada por Piccinini –quien había llegado hablar de “directivos” sindicales, como si un sindicato fuera una corporación– escalonó sindicalistas, diputados, legisladores municipales... Finalmente Hugo Colaone, un barbudo de anteojos, dice: “Bueno, ahora yo soy estudiante –estoy estudiando periodismo–, manejo un taxi, estoy en una sociedad de fomento y coordino un taller por la memoria. Es decir: ninguna actividad que atente contra los intereses populares”. (Ahí sí que me reí con ganas, como si presenciara, en una discusión ajena, la sensata ironía de aquél con quien yo simpatizaba interiormente.)
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