Se pone uno en un brete cuando se impone una tarea. Tanto más si ella supone tratar con un objeto que, en su medio natural, expresa condiciones de posibilidad fuertemente emparentadas con las experiencias de asco, alienación y temor. Tal es el caso de la crítica de la propaganda que me propuse emprender.
Entonces es difícil, como deja entrever Evelyn, no ponerse más solemne que un merquero o no quebrar en un planto de borracho ante las tremendas injusticias de este mundo hoy. Hay que tener muñeca para no girar como un trompo y terminar haciendo el pavo, un vencido pavo pomposo.
De modo que mejor cortita y al pie que perder la pelota por calesitear.
Martes. Último día de cierre de revistas: espero irme temprano. Ambiente enrarecido: despiden a una empleada que filmaron robando un sobre. Alienación: por un lado, asco por corroborar la eficacia de la instalación de cámaras; por el otro, interés morboso por el cadáver despreciado (compartíamos función con la muerta, pero ella trabajaba mucho menos que yo). Prepondera esta última orientación: nada peor que sentirse estafado por un compañero y tener la convicción de que no hay que operar contra ellos. El desenlace se desarrolla, como toda acción dirigencial, fuera de mi mirada. Mientras, trabajo. Se hace tarde para mi seminario marxista. Tres horas tarde, finalmente llego. Entro en el aula y escucho: “Por eso es que Adorno... Adorno y Horkheimer sostienen que la publicidad recae en el mito”. Un rato después, ya en casa de Malala, mientras tomo un vasito de fernet con coca: propaganda de Coca en que se ve un sinnúmero de portentos en el interior de una máquina expendedora. “Más claro echale agua”, me digo, mientras miro bizco el oscuro líquido que va del vaso a mi boca.
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