Quien canta abajo es un musicante, un artista callejero. Y me parece que es bastante malo. Canta cosas de Los Abuelos, justamente en la temática plazoleta Miguel Abuelo; también “La balsa”, “Desconfío” y muchos otros temas que tal vez sean de su propia autoría. Como intérprete, tiene un estilo que mezcla Víctor Heredia, León Gieco y hasta Mercedes Sosa, con una lógica por la que podemos llegar a escuchar un personal homenaje a la Negra cantando “Desconfío”. Pero más allá de mis juicios musicales (por cierto, precarios), y como ya hace dos días que su presencia me despierta y además necesitaba cigarrillos, bajé para al menos determinar cuál era el origen de ese sonido.
Primero fui al kiosco, lindante con el edificio, y pedí un atado de veinte por la perspectiva de un largo viernes. Al salir, terminé de localizar al artista con parlantes cantándole su segunda versión vespertina de “La balsa” al edificio, a unos diez siete metros de su frente y de cara a él. A esa distancia, pensé, jode menos; sin embargo, más volumen entra derechito a la toma de aire y a los departamentos interiores, pasando por encima del chaperío de la estación Carranza de subte. Y no es que me jodiera mucho, sólo que sentía curiosidad por esa experiencia acústica.
En vez de volver a subir, me quedé un rato sentado al sol, fumando un pucho y mirando a ver qué pasaba, qué pasaba además del musicante y de los muchachos reunidos tomando cerveza bajo sombrillas auspiciadas. Y pasó mi portero rumbo al edificio (creo que por primera vez lo vi sin que él me viera y lo anoté como un punto para mí); pasaron los canas de siempre; pasaron unos Granaderos –los soldados de San Martín– que vendrían del regimiento; pasaron unas chicas –altas, vanas y ataviadas–; pasaron unos milicos que vendrían del hospital y también pasó una vieja... Una bastante vieja con vestido azul estampado con motivos florales en blanco, un cinturoncito de la misma tela, una cartera negra en el brazo derecho y, discordante con los 32°, un par de guantes negros, los dos en la mano derecha, uno puesto y el otro agarrado, que de pronto mira de soslayo, apenas hacia atrás, como sospechando de algún cliente del bar sentado en la vereda. Pienso: “¿Habrá liquidado a alguien, pero con el apuro no intentó siquiera ponerse los dos guantes?”. Parece una exageración y por eso me gusta, y tal vez buscando alguna justificación sigo observando si algo me la justifica.
Y claro que sí. La plazoleta Miguel Abuelo ha perdido los muñequitos –suerte de enanos de jardín en anabólicos– que representaban al grupo: Calamaro y su teclado, Bazterrica y su guitarra, Cachorro y su bajo. Lo primero que desapareció fue el saxo de Melingo, cuando los muñecos todavía estaban encerrados en una caja de alambre tejido con un cartel en el fondo en que aparecía el nombre del grupo. Luego el bar se hizo cargo del cuidado de los muñecos y allí se guardaban de noche. Después no sé, y después, hoy, me doy cuenta de que ya no están más y que de las representaciones de los Abuelos sólo queda esa vacía construcción de alambre tejido, dentro de la que sólo resta el cartel que reza: “Los Abuelos de la Nada”.
Subí y me puse a intentar describir esa silenciosa ausencia enjaulada.
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