Cuando uno vive en un mundo de mierda, lo mejor es tener un plan. No hay vuelta: eso lo aprendí. Antes, ya había probado las consecuencias de entregarse durante años al azar de cierta bohemia académica: el ensueño de la eterna juventud. Porque si bien ya estaba convencido de que vivimos en un mundo de mierda, todavía no había llegado a ver ese detalle al final de todo: la muerte. Sin embargo, hay que decir que la facultad me ayudó mucho para agenciarme una visión catastrófica de este mundo, y creo que no le agradezco nada más que eso, descontando el beneficio de cruzarme obligadamente con personas afines en momentos de no competencia (no hay amistad sin ellos). Es decir: no digo que la facultad me haya hecho un resentido (porque yo ya lo era antes de ingresar allí), pero sí digo que justificó teóricamente mi resentimiento (lo que no es poco para un hijo de trabajadores). Ahora, el tiempo pasó... y yo también me convertí en un trabajador, lo que –por otra parte– era tan inevitable que, para resistirme a tal destino, tuve que empeñarme en aquella bohemia académica.
Pero todo llega, y después de un lustro de vida proletaria, al fin me llegó el momento. El entrañable momento en que los trabajadores se reúnen. Y se reúnen para decidir su vida laboral, que es, en definitiva, su vida. Y me llegó luego de, siempre en parte, haberlo invocado.
Ahora estoy allí, un espacio real construido de representaciones, una estructura no competitiva que se planta contra la lógica de la competencia. Ellos, allí, son iguales a mí.
Y hay sólo un sentimiento que perdura, aunque a veces oprimido, en todos mis devaneos sobre el tema.
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