29 enero 2009

Divina política

Recuerdo que en alguna de las infinitas discusiones que tuve con mi viejo, siempre alrededor de la iglesia católica y del peronismo, en un momento él cedió un poco y me dijo: "Y ojo: aunque Juan Pablo II sea un papa popular, no sería de extrañar que sea un Opus Dei". En ese momento, perplejidad, porque aun apreciando su concesión, se me hacía con sabor a poco: en última instancia, ¿no son todos iguales los papas? ¿no son acaso la representación institucional de la dominación teocrática, reaccionaria por definición? Ni se me ocurrió entrar en la cuestión de por qué apoyar una jefatura sospechada de responder a sectores ideológicamente adversarios, ya que su verticalismo católico peronista se me hacía irreductible. (Tiempo y muerte mediante, acepto la validez de su lógica, por reconocer que es la piedra de toque de toda estructura eficaz y duradera. Aunque comer sapos nunca está bueno, siempre son preferibles los del campo propio.)
Pero hoy, y a partir del kirchnerismo, me inclino a pensar que no son todos iguales; y que ya por el contexto en que se desarrolla cada papado, ya por los caracteres subjetivos de los papas, ya por su extracción política hacia el interior de la burocracia divina, se aprecian diferencias en sus polítcas, diferencias que, clasificadas ideológicamente, no suelen escapar del espectro que abarca todo lo que hay entre lo conservador y lo reaccionario.
De tal modo, me represento al polaco Karol Wojtyla como un papa conservador: su ecumenismo dio cuenta tanto de la sujeción al Concilio sesentista (convocado 24 días después de la Revolución Cubana) y su mandato de ampliación y fidelización del mercado de fieles, como del ejercicio básico de todo verticalismo: "Condenarás a tus díscolos, por más tradicionalistas que sean". Por su parte, el alemán Joseph Ratzinger, perfecto reaccionario, pone en entredicho el aggiornamiento conciliar, basándose en que, según él, por esos años se produjeron "deformaciones en la liturgia al límite de lo soportable". (Como cuando en Avellaneda la crisis causó dos nuevas muertes, no fueron las decisiones inapelables del Concilio lo que deformó la liturgia, sino las contingencias mundanas de los años en que éste tuvo lugar.) Entonces, si el primero excomulgó a las principales cabezas del lefebvrismo -ora para ejercer su autoridad, ora para lustrar su chapa de progre-, el segundo avanza en la reinserción de aquellos; y si con el primero al lefebvrismo se le impregnó el mote de "cismático" (un menoscabo supino que lo condenó al ostracismo institucional), con el segundo empieza su reinserción en la sociedad (en definitiva, ya pagó su condena).

Pero bueno, más allá de toda esta palabrería precedente, ideológicamente, lo que haga el Vaticano me sigue chupando impenitentemente un huevo. Sin embargo, materialistamente, ya no me resultan indiferentes las políticas del obispado transnacional, ya que surgen del roce con el reino de este mundo y todas sus limitaciones; ya perdida la batalla secular por la ampliación del mercado, el nuevo dogma vaticano se condensa en un reflujo que -soberbio en la derrota- valoriza posiciones que no por integristas -como el retorno a la liturgia en latín o el negacionismo de los repatriados- dejan de ser las más seguras para esta multinacional en crisis (como tantas en estos tiempos). Tan seguras como la inversión en recursos naturales, por ejemplo, el bosque húngaro que "adoptó" "para compensar las emisiones de CO2" del Vaticano y así presentarlo -en una ingeniosa voltereta de contabilidad creatica- como el primer Estado ecológico. ¿O será que Benedicto, heredero de la Santa Inquisición, cuando se sumerge en sus sueños diurnos calcula que, hoy por hoy, no estaría alcanzando la leña?

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