15 diciembre 2006

Alegría

Cuando uno vive en un mundo de mierda, lo mejor es tener un plan. No hay vuelta: eso lo aprendí. Antes, ya había probado las consecuencias de entregarse durante años al azar de cierta bohemia académica: el ensueño de la eterna juventud. Porque si bien ya estaba convencido de que vivimos en un mundo de mierda, todavía no había llegado a ver ese detalle al final de todo: la muerte. Sin embargo, hay que decir que la facultad me ayudó mucho para agenciarme una visión catastrófica de este mundo, y creo que no le agradezco nada más que eso, descontando el beneficio de cruzarme obligadamente con personas afines en momentos de no competencia (no hay amistad sin ellos). Es decir: no digo que la facultad me haya hecho un resentido (porque yo ya lo era antes de ingresar allí), pero sí digo que justificó teóricamente mi resentimiento (lo que no es poco para un hijo de trabajadores).

Ahora, el tiempo pasó... y yo también me convertí en un trabajador, lo que –por otra parte– era tan inevitable que, para resistirme a tal destino, tuve que empeñarme en aquella bohemia académica.

Pero todo llega, y después de un lustro de vida proletaria, al fin me llegó el momento. El entrañable momento en que los trabajadores se reúnen. Y se reúnen para decidir su vida laboral, que es, en definitiva, su vida. Y me llegó luego de, siempre en parte, haberlo invocado.

Ahora estoy allí, un espacio real construido de representaciones, una estructura no competitiva que se planta contra la lógica de la competencia. Ellos, allí, son iguales a mí.

Y hay sólo un sentimiento que perdura, aunque a veces oprimido, en todos mis devaneos sobre el tema.

12 diciembre 2006

Arriba lo que van a Berisso

Hace un tiempo que estoy aplicando a mi vida una filosofía de tolerancia total..."Vive y deja vivir"...
Pero los acontecimientos de esta semana me hicieron por un segundo olvidar esta premisa y recordar que soy humano.
No puedo esconder mi sentimiento de algarabía por la muerte de un hijo de puta con papeles. Es lamentable que uno no pueda borrarlos de un plumazo, como ellos pudieron y pueden. Pero hoy nadie me va a sacar la sonrisa cada vez que escuche que el general Augusto Pinochet está muerto. Quedan muchos, pero también saben que cuando el último dinosaurio caiga nosotros vamos a estar ahí, de pie.

06 diciembre 2006














Prospera la mañana y viene ese momento de aplacamiento general, tal como si cuanto existe de animado acatara la magia de ese astro de ojo ardiente que se coloca por arriba de todo y por un rato permanece quieto y vigilante.

Antonio Di Benedetto, "Pez".

01 diciembre 2006

Santa Fe y Dorrego

Desde el tercer piso se escucha una música por parlantes que llega insistente. Hace rato que suena, como un bloque compacto que viene de no muy lejos y con cierta potencia. De pronto, ese bloque se fisura y escucho, más nítida, una sirena de patrullero.
Quien canta abajo es un musicante, un artista callejero. Y me parece que es bastante malo. Canta cosas de Los Abuelos, justamente en la temática plazoleta Miguel Abuelo; también “La balsa”, “Desconfío” y muchos otros temas que tal vez sean de su propia autoría. Como intérprete, tiene un estilo que mezcla Víctor Heredia, León Gieco y hasta Mercedes Sosa, con una lógica por la que podemos llegar a escuchar un personal homenaje a la Negra cantando “Desconfío”. Pero más allá de mis juicios musicales (por cierto, precarios), y como ya hace dos días que su presencia me despierta y además necesitaba cigarrillos, bajé para al menos determinar cuál era el origen de ese sonido.
Primero fui al kiosco, lindante con el edificio, y pedí un atado de veinte por la perspectiva de un largo viernes. Al salir, terminé de localizar al artista con parlantes cantándole su segunda versión vespertina de “La balsa” al edificio, a unos diez siete metros de su frente y de cara a él. A esa distancia, pensé, jode menos; sin embargo, más volumen entra derechito a la toma de aire y a los departamentos interiores, pasando por encima del chaperío de la estación Carranza de subte. Y no es que me jodiera mucho, sólo que sentía curiosidad por esa experiencia acústica.

En vez de volver a subir, me quedé un rato sentado al sol, fumando un pucho y mirando a ver qué pasaba, qué pasaba además del musicante y de los muchachos reunidos tomando cerveza bajo sombrillas auspiciadas. Y pasó mi portero rumbo al edificio (creo que por primera vez lo vi sin que él me viera y lo anoté como un punto para mí); pasaron los canas de siempre; pasaron unos Granaderos –los soldados de San Martín– que vendrían del regimiento; pasaron unas chicas –altas, vanas y ataviadas–; pasaron unos milicos que vendrían del hospital y también pasó una vieja... Una bastante vieja con vestido azul estampado con motivos florales en blanco, un cinturoncito de la misma tela, una cartera negra en el brazo derecho y, discordante con los 32°, un par de guantes negros, los dos en la mano derecha, uno puesto y el otro agarrado, que de pronto mira de soslayo, apenas hacia atrás, como sospechando de algún cliente del bar sentado en la vereda. Pienso: “¿Habrá liquidado a alguien, pero con el apuro no intentó siquiera ponerse los dos guantes?”. Parece una exageración y por eso me gusta, y tal vez buscando alguna justificación sigo observando si algo me la justifica.

Y claro que sí. La plazoleta Miguel Abuelo ha perdido los muñequitos –suerte de enanos de jardín en anabólicos– que representaban al grupo: Calamaro y su teclado, Bazterrica y su guitarra, Cachorro y su bajo. Lo primero que desapareció fue el saxo de Melingo, cuando los muñecos todavía estaban encerrados en una caja de alambre tejido con un cartel en el fondo en que aparecía el nombre del grupo. Luego el bar se hizo cargo del cuidado de los muñecos y allí se guardaban de noche. Después no sé, y después, hoy, me doy cuenta de que ya no están más y que de las representaciones de los Abuelos sólo queda esa vacía construcción de alambre tejido, dentro de la que sólo resta el cartel que reza: “Los Abuelos de la Nada”.
Subí y me puse a intentar describir esa silenciosa ausencia enjaulada.