SUCESOS RECIENTES me han hecho pensar en ese fenómeno que conocemos como black out. No diré si esos sucesos me tuvieron o no como protagonista, como para no generar representaciones que puedan resultar engañosas o ignominiosas o contraproducentes, al fin, para la lectura de este posteo. Diré, sí, que no me queda clara la naturaleza de dicho fenómeno. La duda es si el black out es o no una función discreta, es decir, si la memoria funciona a todo o nada. Si esta fuera la naturaleza de la memoria, deberíamos preguntarnos qué son esos chispazos, esas mínimas escenas recuperadas del olvido generalizado. En tal caso habría que afirmar que lo que perdemos completamente en el black out es la memoria narrativa, la memoria secuencial, pero a la memoria episódica –los restos de lo que se conoce como “memoria operativa o de corto plazo”– no la perdemos totalmente.
Avancemos. Luego, a partir estos restos encontrados, a veces podemos recuperar otros. Pero ¿los recuperamos o más bien los inventamos? Difícil determinarlo. Puede que haya un movimiento hacia la invención del faltante, es decir, la pulsión representativa del horror al vacío. Pero puede también que, como la vivencia misma del hecho olvidado es fragmentaria, por lo tanto, también lo sea su recupero. De tal modo, el black out se atenuaría por obra de una memoria que no opera con el “entonces” sino con el “además”. Y en tal caso, el black out sería reversible.
O algo así.
POR EL MOMENTO, no puedo decir mucho más al respecto. Sólo referir un evento que recuerdo con precisión, lo que resulta pertinente como ejemplo de lo que es la memoria secuencial y porque sucedió a unas poquitas cuadras del Instituto de Investigaciones Dr. Lanari (que, en definitiva, era el tema principal de este blog que por razones que no vienen al caso ahora mencionar –o siquiera sospechar, porque a mí se me hacen sospechosas las razones que impiden que en este blog se siga hablando del Lanari, lugar que, se sabe, oculta sustancias explícitamente prohibidas por la legislación vigente, ejem– ha perdido su rumbo y su misión en este espacio virtual).
Volvía en bicicleta de la casa de un amigo. Era el año 2001, época que en que los caprichos la malaria económica me metamorfosearon en un ciclista nato. Por esa época no sabía nada acerca de los perros del Lanari y tampoco conocía la dirección de Aníbal Ibarra –subrepticio vecino de la zona– ni sus alianzas personales. Será por eso que esa noche me detuve ante el llamado de un desconocido. Por eso o, tal vez, por el estado de borrachera que venía pedaleando, que, en general, me hace abrir a los extraños. Venía por Chorroarín, giré para tomar Constituyentes y anduve un par de cuadras por la vereda de la Agronomía. Eran alrededor de las cinco de una húmeda noche agosto y la niebla empañaba la amarilla luz del alumbrado público.
DE PRONTO escucho un chistido, dos y luego un “¡Flaco!” que venía de la vereda de enfrente. El que luego de dirigirse así callaba y agitaba su mano derecha en alto con el típico gesto de “vení, vení” era un tipo de unos veintilargos, treinta y pocos cuanto mucho, y, parado ante el abierto capó de su Duna blanco, parecía tener un evidente problemita mecánico. Dudé un instante, pero luego decidí cruzar porque, en definitiva, qué desavenencia podía acarrearme el mero expediente de ver qué pasaba. Comencé a cruzar y mientras que, cauto y al paso me acercaba a él, me dijo:
–Mirá, tengo un problema con una manguerita, ¿no me prestás la bicicleta así voy hasta la Shell [a unas cinco cuadras del lugar del hecho] y la compro?
–Mirá, lo que pasa es que yo a la bici la uso para moverme todos los días, ¿por qué no me das la plata y me decís qué hay que comprar y yo te la traigo? –respondí decidido a continuar en papel buena onda.
–Pero, escuchame: ¿tenés miedo que te la robe? ¿Para qué te voy a robar una bicicleta y te voy a dejar con un auto abierto?
Me pareció un argumento irrefutable y, aun cuando en buena ley podía alegar un remanente de desconfianza y seguir de largo, no me pareció consecuente con la posición que previamente había adoptado. Por otro lado, siempre que pasa algo en la calle, pasa efectivamente algo; y a mí, que suelo quejarme de lo rutinario de la vida mientras disfruto de una seguridad de la que abjuro y me avergüenza, me pareció una excelente posibilidad de expiación, una limosna, una contribución a lo imprevisible que nos rescata de la constante repetición.
–Bueno, está bien –concluí–: te la doy, pero dejame la radio encendida.
Y el tipo –bah, casi un pibe de mi edad de entonces– puso el contacto y buscó en el dial una radio hasta que le dije que esa estaba bien.
MINUTOS DESPUÉS volvía el chabón con su repuesto en la mano derecha y la izquierda sobre el manubrio. “Ya está”, me dijo, y se puso a sacar la pieza rota del motor. Mientras, yo, que ya había dejado la mochila y la campera en el asiento del acompañante y me sentía hermanado en esa causa de arreglar el auto, comprobé que mi cercanía no era tan profunda como había recién sospechado. “No, sólo tomamos unas cervezas”, respondí a la pregunta de él: “¿Y? ¿Estuviste con amigos fumándose unos porritos?”. No me pareció una pregunta adecuada para ese nivel de la relación y mentí. Sin embargo, el desagrado no fue suficiente para que decidiera marcharme y respondí a la pregunta de a qué me dedicaba, y después le pregunté lo mismo.
–Oficial de la División Drogas Peligrosas de la Policía Federal –fue su precisa respuesta.
–Nah –dije sin reponerme de mi asombro–, ¿en serio? No jodás...
–En serio.
No quise insistir, en principio, porque no tenía demasiado sentido seguir indagando (forzar tal situación terminaría en un inverosímil “A ver, mostrame la placa” y en una turbia cercanía con un cana) pero, sobre todo, porque en ese momento un Duna rojo dobló, agarró por Constituyentes y, apenas vio el auto averiado, paró el suyo adelante y se bajó.
–¿Qué pasó? ¿Se te quedó de nuevo esa batata?
–Sí, ya estoy harto. El otro día fue en un operativo, ahora antes de irme a dormir.
–¿Ya terminás...?
Para ese momento yo ya había agarrado mis pertenencias, me excusé y me despedí. Para alguien como yo, que para ese entonces ya había desarrollado una inmoderada pulsión hacia el modo paranoico de interpretación y que por eso ya había sufrido algunos ataques de pánico, había pasado algo bueno. “Efectivamente: están entre nosotros. No es verso.”
MESES DESPUÉS voltearon las Torres y distintas formas de insubordinación hicieron volar a De la Rúa, y, con la crisis y el caos, mi cuadro mental mejoró notablemente: ¡al fin vivía en el mundo real! Años más tarde conoceríamos la cara oculta del progresismo porteño, tan entongado como el que más, y las piezas se fueron ordenando de un modo tal que, si bien no las hace encajar todas, al menos las acerca de un modo coherente.
Es curioso pero, ahora que lo pienso, este proceso parece la restauración de un black out, la disolución del olvido que nos permite vivir sin recordar constantemente que estamos atrapados. Esto ya fue dicho: tal como los perros del Lanari.
(Sepan disculpar la extensión, pero era algo que tenía que decir.)
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