Viernes, 7.43 de la mañana. Sábado más bien. Dentro de 24 horas estaremos en viaje hacia Montevideo, vía Cacciola (de lo nuestro, lo mejor –y lo más barato–). Mi noche se deshizo en medio de la fiesta de casamiento de Nuni (hermanastra entrañable de Malala) y Maxi, con la que sus organizadores –padres, tutores y encargados– han renovado largamente sus laureles de anfitriones.
Tal vez una de las razones de tal triunfo –amén de la canción “Menos mal” de Andrea Echeverri para el momento sensible y del champán de Finca
La Linda para ese y todos los demás momentos– haya sido la razonable brevedad de la lista de invitados, sin mayor abundancia de extras, que son quienes mejor la pasan en este tipo de festejos, en desmedro del decoro, la intimidad y la cordura. Sin embargo, extras hubo, sin ir más lejos, yo, que tan bien me muevo en general en ese rol. Pero ya inmerso entre los ochenta invitados, modifiqué mi canónico protocolo de gula-embriaguez-danza espasmódica-black out por la libación moderada y la conversación ávida de curiosas novedades.
Noticias de ayer: Ariel Solito es mi nombre y, como todos con el suyo, lo he repetido incesantemente en todas las presentaciones que encadenan una vida, en este caso la mía.
“¿Nombre?” “Ariel Solito.” “Pobre, está solito...”
“¿Nombre?” “Ariel Solito.” “Pero hoy viniste acompañado, eh...”
“¿Nombre?” “Ariel Solito.” “¿En serio? ¡Ja ja ja!”
Siempre así, con todas sus leves e innumerables variaciones. En la facultad incluso pretendí restituir la pronunciación de origen de mi apellido, resignado a que los retruécanos más básicos se repitieran también en la casa de altos estudios.
“¿Nombre?” “Ariel Sólito.” “Insólito su apellido...”
Vencido ya ante la fatalidad del chascarrillo, volví al Solito y su putativa soledad, y deseché el Sólito y toda su bucólica cotidianidad. Incluso he llegado a consolarme por tener un apellido-adjetivo y no uno verbo, como Lozupone, Baibiene o Manduca, y así me dejé ganar por el aura de la soledad.
¡Extra! ¡Extra! “¿En serio no te acordás?”, me dice en la mesa uno de los comensales, apenas menor, que cursó, al igual que yo, de primero a tercer año del secundario en el colegio industrial de Bunge y Born, una minimísima institución que graduaba cada año no más de veinticinco técnicos electromecánicos. “Para nada, y no sabés cuánto lo lamento”, le respondo. “Te cuento, entonces. Era fecha de recuperatorios. Yo había terminado de rendir Taller y me fui a cambiarme al vestuario. Me saco la camisa, los zapatos, el pantalón, y recién cuando estoy en calzoncillos y medias caigo en la cuenta de que un hijo de puta se llevó mi uniforme de cursada. Empiezo a putear, primero bajito y después a los gritos. Entre puteada y puteada, oigo que un profesor de taller, Mancini (el más turro de esa manga de fachos), me pregunta quién grita y que salga inmediatamente al patio. Yo abro apenas la puerta del vestuario y le digo que no puedo salir porque estoy casi en bolas. Después de un pequeño quilombo, y tal vez de un par de amonestaciones, aparece mi ropa. Cuando estoy casi vestido, vuelvo a escuchar el vozarrón de Mancini: «Solito, venga para acá». Me apuro y lo primero que veo cuando salgo es a vos caminando hacia Mancini, que te abaraja de volea con su clásico «¿Y usted qué carajo hace acá?». «Vengo. Vengo porque usted me llamó», le dijiste vos, tranqui. «Yo llamé a Solito, Ariel Solito. ¿Usted se llama Ariel Solito acaso?», medio batateándote, como siempre bah. Vos lo miraste y, sorprendido por la obviedad, le dijiste: «Exactamente: Ariel-Solito». Ahí al tipo se le retorció la cara y como un manotazo de ahogado me mira y me manda un «¿Y ahora usted me va a decir que también se llama Ariel Solito». Y yo, que ya sabía de vos pero nunca te había visto, lo miré a Mancini con la alegría solapada de quien es testigo del ridículo del tirano, y le respondo (te diría que con una sonrisa, irreprochable por otro lado por lo excepcional de la situación): «Eso mismo: Ariel-Solito». «Ma sí, váyanse a cagar», dijo revoleando el brazo derecho para atrás mientras se daba vuelta para salir pronto del entuerto. Y la verdad, qué querés que te diga... yo lo viví como la venganza de los Solito contra el más hijo de puta de todos los hijos de puta.”
Debo de haber bloqueado ese recuerdo desde el mismo momento en que se produjo la situación (ya por nominal herida narcisista, ya por los nervios por mi propio recuperatorio, o por ambas). Esa es la única explicación que le encuentro a haber olvidado el prodigio y a que, ante cada nueva tematización de nuestra tocayitud, me sorprenda como cuando recuerdo una pareja que conocí a mediados de los 90 –formada por Lorena Baibiene y Andrés Konstante– o cuando, despertándome agitado por la hora y las obligaciones pendientes, me digo con alivio “¡Pero si hoy es sábado...!”.
A la derecha, Ariel Solito; a la izquierda, también.
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