¡Ay, la fama, la fama! Maldita estragadora que levanta monumentos desde el barro, luego esparce pátinas perfectas sobre objetos que no lo son y así nos arrebata la chance de tocarlos y, por consecuencia, de conocerlos al dedillo. La fama y la genialidad son las hijas putativas de dios y la trascendencia, conceptos derivativos nunca corroborados que circulan orondos por la opinión y el juicio (como si estos fueran la misma cosa).
Como iba diciendo: Malala se compró un
futón. Para el estreno,
El Padrino III. El plan perfecto: observar, entre el sillón y el dvd, el magnificente ocaso de una familia brutal, en la consabida solvencia de un cineasta mayor. Coppola, el renovador de las formas del cine estadounidense, y el final de su obra consagratoria.
Ni mierda:
El Padrino III es un fiasco. Hace unos días habíamos visto las otras dos. La primera, impecable, como podría esperarse de quien dos años después dirigiría
La conversación, ese perfecto panegírico del encierro y la paranoia.
La II, con su narración paralelística, oscila entre la belleza y la intrascendencia, amén de que como historia cerrada queda boqueando, invocando ansiosa una secuela. Pero la secuela llegó dieciséis años después, podríamos decir, ya en las postrimerías del talento del director, quien entregaría sólo una muy buena película más (
Drácula). Incluso hay planos que parecen sacados
Drácula, en una suerte de ensayo que le perpetra a la saga una fatal ruptura de su primigenia isotopía estilística. (También Al Pacino practica, para el futuro, su rol genérico de galán maduro con que asombraría a nadie en
Perfume de mujer.)
De modo que en mi misérrima bolsa de valores, Coppola cae un 8 por ciento y ratifica la tendencia volátil del mercado, tal vez como efecto contagio de la crisis mundial, correlato financiero de un mundo desbaratado por sus propios dueños.
(Por el contrario
Alta fidelidad sostiene estables sus valores, con una leve tendencia al alza.)
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