25 abril 2009

El futuro del progresismo

A aquellos que alguna vez se pensaron progresistas

Puedo pensar el progresismo como una corriente simbólica y deducir de ello la existencia de los progresistas. Puedo ponerme idealista y encontrar sus orígenes en el Progreso del siglo XIX: la máquina a vapor, el alumbrado a gas, incluso la democracia con voto universal (de todos los varones). Corro el riesgo de perderme en el tiempo, me retrotraigo y veo que progresistas son todos. Menos los católicos. Veo a Sarmiento y veo a José Ingenieros. ¡Avanti todos con el progreso! La correa de transmisión, la cinta sin fin desde el presente hacia un futuro venturoso. Pero el Progreso habría trastabillado un poco con la Primera Guerra y tambaleado con el crack del 29. Ya con Auschwitz terminó en la fosa común. O calcinado en Hiroshima.
Entonces no da ponerse en esa: el idealismo ha muerto de muerte natural, enhorabuena. Aunque los idealistas pululan. No son zombies, son almas en pena. Marcos Aguinis proclama ¡Pobre Patria mía! ¡Pobre Patria mía! Buscan la esencia, el combustible espiritual, pero como son módicos y cínicos, buscan sólo su gorro frigio. De la lanza se olvidan. Y es que, volviendo al tema, las corrientes ideológicas son demasiado lábiles: sólo existen si alguien piensa en ellas. Y existen sólo como se las piensa. De modo que, muerto el Progreso, el progresismo sobrevivió, incluso con nuevos bríos. De hecho, el Estado de Bienestar es su más orgulloso ejemplo y demostración, y surgió entre la devastación de la posguerra.
Y aunque la ideología no explica ni transforma la historia, describe y apuntala la política: las corrientes ideológicas trazan la grilla donde cada sujeto político se ubica en su putativa totalidad. Entonces, a mediados del siglo XX, progresista era quien no era ni reaccionario, ni conservador, ni marxista practicante.
Desconozco cómo fue la cuestión en cada país, pero sabemos que el progresismo del Estado de Bienestar, en Argentina, crece y se apuntala con "p". Con "p" de Perón. Sin embargo, las descripciones ideológicas siempre se enroñan un poco. Y lo que para algunos es tan claro como la Pirámide de Mayo, para otros se asordina en el mortal silencio de los bombardeos a la Plaza.
Desde el 83, me ubico un poco más. El polvo del gorilismo radical se disipó con el progresista Alfonsín, que no sólo compitió con el peronismo sino que además le ganó, apelando en parte a aquel legado de conquistas sociales. Esa victoria fue tan resonante que hizo resurgir hasta al progresismo peronista, con Cafiero a la cabeza. Y esta ubicuidad de la progresía se radicalizó con derrota del alfonsinismo y el ascenso de M*n*m: ante la Reacción, progresistas somos todos, hasta Mariano Grondona. Y hasta De la Rúa asumió como progresista, aunque Duhalde se pintara en la campaña como más progresista aun.
Gracias a un post de Tomás en Artepolítica me enteré cómo denomina Lacau* la relación de representación: “un campo de batalla hegemónico entre una multiplicidad de decisiones posibles”.

El kirchnerismo también es un progresismo. El problema es la cantidad de progresistas que piensan que no se puede votar al peronismo. ¿Entonces qué? ¿Que se rompa pero que no se doble? Imposible: el progresismo ya no puede ni lo uno ni lo otro. Ha llegado a su más desgajada expresión histórica. Varias listas y una multiplicidad de decisiones posibles, y sin embargo gobierna Macri y ascienden Prat Gay con Lilita y el FMI, y para colmo Patricia Bullrich maneja borracha.
El futuro del progresismo argentino, perdón, es un dilema. Ahora, ¿cómo es eso de que no se puede votar al peronismo? ¿Cómo que no se puede votar a este gobierno que, a seis años de comenzar, aún hoy hace hablar a La Nación sobre glifosato y a Clarín sobre monopolio informativo?


* Laclau es un filósofo argentino que reivindica el populismo. No es el único, desde ya, pero en los 90 escuché a -León- Rozitchner quejarse de que citar a Laclau tenía más lustre porque vivía en Francia

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